Capítulo 29 - Hermanos

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–¡Sálvese quién pueda! –grité en mi mente mientras me encerraba dentro de una amplia estantería de madera oscura y empolvada, en posición fetal (no había otro manera de caber ahí dentro) entre un par de estatuillas antiguas que por milagro no destrocé.


Traté de minimizar el sonido de mi respiración, entrando y saliendo por mi boca, y de no mover ni un músculo, temiendo que cualquier sonido alertara al sospechoso (aunque si lo piensan bien, yo me había infiltrado en su casa, estaba escondido en un armario, tras revisar sus cosas... Mejor me callo). Alguien abrió la puerta y entró con pasos lentos.


–Archie... –musitó siniestramente– ¿Estás allí? –masculló en un tono desdeñoso, era Ethan, efectivamente.


Al no ver nada extraño, salió de allí dando un portazo iracundo. Todo volvió a quedar inmerso en un silencio sepulcral. Suspiré aliviado y destensé mi cuerpo, barriendo las figuras de piedra. De pronto, algo llegó a mis oídos como una melodía ofuscada, una voz aguda y estresante, sin duda de una niña. "La hermana menor de Ethan" supuse. Me giré hasta pegar la oreja a la pared interior de la estantería, quedando a centímetro de la pared que me separaba la habitación contigua. Algo chirrió al instante y automáticamente la pared interior de la estantería se descorrió, dejando descubierto un estrecho túnel que no pude resistirme a investigar (una vez más, maldigo mi curiosidad).

Me arrastré por el estrecho pasadizo y di contra una especie de rejilla translúcida. Con fuerza presioné sobre ella, buscando retirarla. Sorprendentemente, lo logré al primer intento.


–¡Eso es! –exclamé en un susurro.


Pero no me había fijado en dónde desembocaba el pasadizo. Con los ojos redondos como platos presencié una enorme habitación puramente de colores rosados (casi me desmayo de tanto color). Frente a mí se erguía una casa de muñecas (mejor dicho mansión) y a un lado, una pequeña mesa del té llena de muñecas de cabellos brillantes y vestidos esponjados, junto a una cama llena de muñecos de felpa. Y en el asiento principal de la mesa redonda, se hallaba la niña pelirroja jugando solitariamente.

Traté de retroceder sin ser percibido, pero al intentarlo la niña se percató de mi presencia. Me miró ceñuda e imponente (y no con miedo o sorpresa como me esperaba). Arqueé las cejas sin poder creerlo y ella relajó su expresión regia.


–¿Jugamos al té? –preguntó con inocencia. Arqueé una ceja y ella se acercó a mí con una taza de plástico decorada con flores.

–Bueno... –respondí dudoso y tomé el vaso. Me levanté del piso, peor hubiera sido que ella hiciese un escándalo y terminara enredado en otro gran problema.

–Pon eso aquí, usa esto y siéntate ahí –me tendió una galleta de plástico y me señaló una silla junta a la mesa del té y a duras penas logré sentarme. Me sentí absolutamente ridículo, solo faltaba que me hiciera vestirme de rosa y jugar a las muñecas.

–Ahora te llamas Mary y amas el té –sentenció la niña, no me atreví a negarme– ¿Entiendes cómo se juega? –preguntó mientras yo jugueteaba con la tacita.

–¡Sí! Claro –expresé aunque no tenía idea alguna, cuando jugaba con mi hermano menor usualmente hacíamos cosas más... menos de niña.


Ella entrecerró los ojos y me miró con dureza, yo me encogí de hombros. Seguía intimidándome con la mirada, así que reí con nerviosismo y di comienzo al juego.

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