Capítulo 46 - Este es el final (esta vez hablo en serio)

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Quedé estático, escrutando el horizonte con atención. Posiblemente no volvería a ver a Joseph y eso comenzaba a pesarme. Con mi más profundo deseo, esperé que le fuese de lo mejor en su nuevo hogar.


–No es el final –dijo Clear apoyando su mano en mi hombro con comprensión. La miré de reojo alzando las cejas– ¡Vamos! No seas pesimista. ¿Qué tal si vamos a comer algo para despejarnos un poco? –sugirió amablemente pero rechacé su invitación.

–La próxima será. Debo volver a casa –informé tensando los labios, ella me miró desilusionada.

–Como digas... Hasta luego –ella partió sin más en dirección a su mansión al otro lado del vecindario.

–Yo también tengo que volver –informó Kevin con cierta incomodidad– Nos vemos, Archie...

–Adiós –respondí con una sonrisa forzada y regresé a paso lánguido en dirección a mi casa.

En el trayecto, decidí desviarme un poco y dar un ligero paseo (a la antigua). Caminé una vez más, con los nervios al máximo, hasta la casa dónde había conocido a Maya, la hija de Wallace. Definitivamente no puedo entender cómo mi tío (un sujeto tan amistoso, genial, y normal) pudiera ser padre de mi prima (¿Mi tío padre de mi prima? Ja ja ja. No quiero comentarios) la loca bruja que tiraba para el otro bando. En serio, ¿Qué sentido tenía usar la magia para el mal? Suspiré con pesadez y me detuve para escrutar la deshabitada casona, reviviendo aquel día desagradable (Creo que si no fuera por Joseph y Bárbara hoy no estaría contándoles esto).

Retomé el paso y avancé por la calle cubierta de los restos de la última nevada. Recordé esa vez en que aquellos sujetos psicóticos me tumbaron para robarme uno de los libros más importantes que tenía sobre hechicería. Fue un gesto amable de parte de Maya dejar que me lo quede (Ja ja... Claro, ¡Como si algo amable saliera de ella!).

Caminé algunas calles más, decidido, aunque con el corazón en la boca y las manos temblorosas, hasta la casa de mi amada amiga. Pocas veces había pasado por allí, pero los invaluables recuerdos saltaban a mi mente, uno tras otro, al visualizar su fachada. Sentí los ojos llorosos, pero no podía seguir aquí pensando en que ella ya no estaba, era demasiado dolor por un día (Aun no entiendo cómo pueden pasarme tantas cosas en un solo día).

Sin más, regresé a mi casa disfrutando del paseo por mi vecindario, observando sus cercas metálicas y sus grandes jardines llenos de árboles, flores y mucha maleza. La brisa de vez en cuando rozaba mi pálido y congelado rostro, dándome escalofríos. Metí las manos dentro de mi chaqueta negra (no sin antes subirme el cierre hasta el cuello). Mi flequillo cada dos por tres me tapaba los ojos (creo que ya me hacía falta un buen corte). Seguí algunas calles más, mientras admiraba el paisaje invernal de las casonas y esquivaba a los niños que corrían de un lado al otro jugando animadamente (era un alivio saber que la epidemia había pasado definitivamente).

Llegué a la esquina de mi calle, tomé aire y me calmé un poco, no podía entrar y que todos me vieran más deprimente de lo usual. Doblé y caminé con una serenidad demasiado sospechosa para ser yo (solo me faltaba ir silbando). Avancé hasta la mitad de la calle, hasta la reja alta (extremadamente fría) y negra. Abrí la puerta y pasé confiado, como siempre.

Subí la vista despreocupadamente, solo para sentir mi corazón debilitarse y mis rodillas fallar. Quedé helado, contuve el aliento con horror a la vez que los sentimientos se arremolinaban en mi interior.

–No... –murmuré con en un susurro casi inaudible, sin poder evitar derramar lágrimas. Apreté los puños con fuerza e ira– ¡No! –grité en mi desesperación, sin dar siquiera un paso, no hallaba palabra que saliera de mi boca.

Los Gatos NegrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora