Capítulo 34 - Manifestaciones

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Salimos brincando de la alegría al terminar el día en la escuela. Me despedí de mis amigos y volví en bicicleta junto a Joseph. Les aseguro que una bufanda, un gorro de lana y una campera de cuero no son abrigo suficiente para tal temporada invernal. Llegué semi-congelado, con las manos entumecidas y los pies como bloques de hielo. Mi padre me vio tiritando y me miró extrañado.


–¿Está nevando afuera?

–No, ¡hay un sol espléndido! –respondí sarcásticamente a la vez que corría hacia la chimenea de la sala de estar. Él rió ligeramente.

–Entonces... –hizo una pausa. Miró a ambos lados y extendió las manos pronunciando algunas palabras, en dirección a una bolsa de papel–Toma esto –dijo tendiéndome la bolsa con una sonrisa traviesa. Abrí los ojos como platos.


Lo abrí y me encontré con una gruesa campera negra, precisamente de mi estilo. Lo miré estando entre la sorpresa, el miedo y la desconfianza.


–¿Qué acabas de hacer? –exclamé atónito. Él miró avergonzado para otro lado– ¡Papá, hiciste magia! ­

–No, yo...

–¡No me digas que no!

–Bueno... Digamos que el espíritu navideño me afectó –se excusó encogiéndose de hombros y subió las escaleras a una velocidad antinatural.

–¿Eso fue... un hechizo de aceleración...? –balbuceé patifuso.


Parecía maldición, mi peor pesadilla se estaba volviendo realidad, la única persona en la que confiaba jamás verla usar magia allí estaba ¡Creando geniales y abrigadas camperas y corriendo a la velocidad del sonido! Genial. Absolutamente genial. (¿Hace falta resaltar lo que es el sarcasmo?)


Luego de tomar algo de la nevera y de dejar a un lado mis constantes dudas (ya que buscarles respuesta era imposible o malo para mi salud al menos) subí a mi habitación para seguir ordenando. No hace falta aclarar que tardé segundos en distraerme y ponerme a releer uno de mis libros favoritos. En eso, sonó el timbré. Arqueé una ceja y bajé salteándome escalones.


–¡Voy yo! –grité a quien me escuchara. Me acomodé el flequillo, me sacudí el sweater y abrí lentamente la puerta.


No había nadie allí. Di un paso para mirar a cada lado, en busca de quien había tocado el timbre de la mansión. Un brazo tiró de mí y en menos de un segundo acabé atrapado en un profundo abrazo. Comencé a quejarme y debatirme, pero aquellos gruesos y cálidos brazo eran más fuertes que yo.


–¡Ay, Henry, como creciste! –exclamó una mujer, poco más alta que yo, robusta, sonriente.

–¡Oye, tía Fio, soy Archie! –exclamé como pude– ¡Suéltame, por favor! –rogué.

–¡Oh, cierto! –dijo haciendo una pausa pero al instante volvió a estrangularme con su abrazo– ¡Como creciste, Archie querido!


Mi madre apareció por la puerta con un cuadro bajo el brazo. Abrió los ojos como platos, perpleja por la aparición de su hermana mayor.


–¡Fio! ¿Qué haces aquí tan pronto? –inquirió mi madre tensando los labios, tenía manchas de pintura por toda la cara. Al instante me soltó.

Los Gatos NegrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora