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210 20 15
                                    


Me desperté sobresaltada. Todo parecía en calma pero algo había perturbado mi sueño. Quizá algún ruido, quizá alguna pesadilla que no lograba recordar. Durante unos segundos me quedé mirando el techo, siguiendo las molduras de las placas de metal con la vista. Desde que tenía uso de razón me costaba conciliar el sueño.

El aire de la casa estaba viciado y caliente, y como venía siendo habitual, tenía la cabeza cargada. Miré hacia las rendijas de la pared. Las aspas de los conductos de ventilación hacían más ruido que nunca, ahogándose con cada vuelta que daban. Me incorporé y suspiré. Sabía que no iba a lograr dormir de nuevo, así que me levanté intentando hacer el menor ruido posible para no despertar a mi compañera de cubículo, de la que solo me separaba un fino biombo de metal.

Me moví rápida y sigilosa. Caminé de un lado a otro, notando el frío suelo de metal bajo mis pies descalzos. Me puse las sencillas ropas de fibra que llevaba a diario, y que picaban como el demonio, ordené las pocas pertenencias que tenía y me dispuse a desayunar en la cocina comunitaria.

Eché un rápido vistazo a la cama de al lado. Seguía durmiendo.

Me encantaba el silencio de la mañana. Todo el mundo durmiendo, ausentes de cualquier realidad. Mientras saboreaba ese momento de paz, empecé mi ritual matutino.

Me acerqué a la hilera de armaritos que colgaban de la pared, y que hacían la función de pequeñas despensas. Doce en total, uno por cada habitante de la casa, cada uno con su clave de acceso. Tenían las puertas opacas, de manera que no podías ver lo que había en su interior.

Acerqué el dedo índice al lector de mi armario, acto seguido, la puerta se volvió translúcida y se abrió.

La comida era un bien muy preciado. Rebusqué y saqué uno de los sobres grises con el escudo del Estado. Estiré el papel plateado con los dedos y leí: Comunidad 684. Esa era la nuestra. Nos los hacían llegar mensualmente y teníamos que gestionarlos a conciencia. Cosas del racionamiento. Más te valía comer únicamente lo necesario para ir pasando el día. Era una lección que aprendíamos desde pequeños, aunque algunas veces no podíamos evitar llegar justos de reservas antes del siguiente reparto. Siempre que nos ocurría algo así, me acordaba de Saúl, un antiguo miembro de la casa. En una mala época, en la que incluso escaseaba el racionamiento, se quedó sin sobres antes de finalizar el mes. Casi muere de hambre. Tuvimos que andar a escondidas alimentándole con lo que buenamente podíamos a riesgo de que nos castigaran. El chico sobrevivió de milagro, se había quedado tan escuálido que apenas podía moverse de la cama. Pero eso, no había parecido importarle a nadie.

Comprobé que fuera el sobre correcto. Cereales. Todos tenían la misma apariencia, grises con enormes letras de imprenta donde ponía lo que contenían. De hecho, tenías que creer en la etiqueta, ya que en su interior siempre encontrabas lo mismo: unas pastillas de textura terrosa sin ningún tipo de olor o sabor, pero con los nutrientes necesarios para pasar el día. No conocía a nadie que hubiese visto o probado un cereal de verdad. No conocía ningún tipo de comida diferente a aquella.

Cerré el armario repleto de sobres similares, pero que contenían otros alimentos igual de insustanciales. El cristal se volvió opaco de nuevo.

Me senté en un taburete.

Te podías comer las pastillas de dos formas: disueltas en líquido o tal cual. Yo por la mañana prefería con líquido, quedaba como una especie de batido.

La larga mesa metálica devolvía el resplandor de los fluorescentes. Era raro ver la cocina tan vacía. Me quedé mirando la pared con la vista perdida mientras removía el mejunje grumoso. La chapa, unida por tornillos, era el único paisaje del que disponíamos en todo el habitáculo. Bueno, mejor dicho, era prácticamente lo único que veíamos a diario.

Crónicas de Ingea                             Volumen 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora