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Durante días mantuvimos un duro entrenamiento. Aprendimos a pelear, a recibir golpes, a pararlos... Lena tuvo mucha paciencia con nosotros y nos enseñó con disciplina y sin dejar que nos rindiésemos ante la menor dificultad. Descubrimos con qué arma nos sentíamos más a gusto y yo trabajé, especialmente cómoda, con las dagas.

A esas alturas, los moratones y las heridas formaban parte de nuestro cuerpo. Convivíamos con el dolor y la recuperación constante. Tal y como Lena había predicho, nuestros cuerpos estaban preparados para la lucha, solo que no habíamos desarrollado esa facultad hasta ese momento.

Cada vez teníamos mayor cohesión como grupo. Ya no solo partíamos de un mismo origen, partíamos de unos objetivos y un futuro en común. En parte, era algo natural en nosotros, al fin y al cabo, en Ingea vivíamos permanentemente en Comunidad, la diferencia era que en el Cero también explotábamos nuestra individualidad.

Otros grupos también habían iniciado los entrenamientos, por lo que el Estadio estaba en su máximo rendimiento. Muchos nos miraban con envidia, les llevábamos varias semanas de ventaja, y nuestro brazalete estaba prácticamente encendido del todo. El entrenamiento nos había cambiado, y mucho, se notaba en nuestra forma de movernos, de hablar y de relacionarnos.

Aquella noche, y después de un breve paseo con Sarah y Nai por las calles del Cero, llegamos a casa. Me sorprendió ver a Lucas esperando en la puerta de mi apartamento. Parecía nervioso, algo poco habitual en él.

Nai y Sarah rieron disimuladamente y se alejaron mandándome miradas de complicidad.

Me quedé a solas con él.

Lo cierto era que apenas habíamos tenido un solo momento para hablar fuera de los entrenamientos, llegábamos tan agotados a casa que en cuanto cruzaba la puerta caía rendida en el sofá y muchas veces me despertaba tal cual a la mañana siguiente.

Se me escapó la risa cuando le vi con ropa de Hijo del Estado, eso sí, la había teñido y reconvertido en una prenda muy de su estilo.

Sin darle tiempo a decir nada, entré en mi apartamento rápidamente y le grité:

- ¡Ahora salgo!

Me cambié en un abrir y cerrar de ojos el mono de entrenamiento y me puse un conjunto de dos piezas que había cosido con las chicas. Me solté el pelo y salí sintiéndome más segura que nunca.

- Iba a pedirte un par de sobres de comida para la cena, pero ya que te has puesto tan guapa...

Fruncí el ceño y le di un empujón.

- No me gustan esas bromas – le amenacé.

Estaba a punto de meterme de nuevo en el apartamento cuando empezó a reírse, y sin decir nada más, me cogió del brazo y me llevó a rastras hacia la escaleras.

Bajamos saltando e intentando evitar los agujeros que dejaban entrever el vacío de siete pisos. Me los sabía de memoria.

Una vez en la calle, empezamos a caminar sin rumbo. Ya era tarde, todo estaba en calma y apenas quedaba luz visible. El alumbrado del Cero era bastante más tenue que el de Ingea y dependía, en gran parte, del exterior.

- ¿A dónde vamos? – pregunté confusa.

- A donde queramos.

Me encogí de hombros y continuamos hacia el centro. Sabía que no me estaba saltando ninguna norma, que allí no teníamos que estar en casa a una hora, ni siquiera teníamos que fichar con nuestro dedo índice, pero no podía evitar sentir un hormigueo nervioso por todo el cuerpo cada vez que hacía algo fuera de lo que había sido mi rutina durante años.

Crónicas de Ingea                             Volumen 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora