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- ¡Venga Adia, date prisa! Parece que no te hayas mirado nunca en un espejo.

Ío no paraba de ir de un lado para otro.

Mientras tanto, yo me había quedado petrificada delante de mi imagen. Nunca antes me había visto así.

Ío me había dejado uno de sus preciosos vestidos en color verde. Los tirantes, con una fina pedrería que devolvía brillante la luz de la habitación, se unían en una pequeña lazada encima de los hombros. Nunca me había visto con los brazos al descubierto, lo que hacía que me sintiera un poco desnuda. El escote recto, también quedaba muy elegante. Me favorecía mucho con el pelo rojizo. Me costaba creer cómo te podía cambiar un color. De repente, mi cara reflejaba una luz especial y mi pelo se había vuelto de un color vivo y llamativo. Mi figura, escuálida bajo las holgadas ropas del Estado, parecía haber surgido de la nada. El vestido se ceñía a la perfección marcando una cintura que no recordaba tener. Los zapatos no eran una excepción, con una pequeña cuña, habían conseguido que mis piernas parecieran mucho más largas. Ío tuvo que pegarme un estirón para apartarme del espejo.

Me repasó de arriba abajo, por delante, por detrás, me retocó el maquillaje y corrigió mi postura por enésima vez. Observé de reojo el nuevo tono de mi piel, que había dejado de ser pálida para pasar a un ligero tono tostado. Había sido idea de Ío dejarme la cabina que empleaba en casa para tomar baños de sol, y que además, proporcionaba las vitaminas que no podíamos obtener al vivir bajo tierra. Era una costumbre muy arraigada entre las familias acomodadas, y el motivo por el que los presentes lucían un color dorado y saludable.

Pareció que finalmente me daba el visto bueno, pero de repente decidió soltarme el pelo. Dio forma a aquella maraña rojiza y me prendió un precioso pasador de esmalte con vivos colores que seguramente debía costar una fortuna.

- Ahora estás perfecta – asintió visiblemente orgullosa.

Había hecho un buen trabajo, ni yo misma diría que era una Hija del Estado.

- Muchas gracias Ío, no sé cómo voy a poder recompensar todo lo que estás haciendo hoy por mí.

- Ya se me ocurrirá algo – arqueó las cejas en gesto malévolo – de momento pon de tu parte y actúa como una biológica.

- Casi nada - dije poniendo los ojos en blanco – la fastidiaré en cuanto abra la boca.

- Hablas conmigo cada día, seguro que sabes imitarme – sonrió – no es tan difícil. Tienes que conseguir que te tomen en serio ahí fuera, o se irá todo al garete – se acercó a mi oído para susurrarme algo - tienes mucho que aportar Adia.

La miré a través del reflejo del espejo, y vi que realmente lo sentía de ese modo. Todos esperaban mucho de mí últimamente, y me asustaba.

Me senté en uno de los elegantes sofás de la sala y pasé la mano por la suave tapicería. Nunca antes había estado en un lugar tan elegante. Incluso me sorprendía que el Museo Histórico tuviera salas de ese estilo: cortinas pesadas, suelo alfombrado, mobiliario recargado... Nada que ver con el resto de Ingea, donde la austeridad reinaba en cada rincón. Observé tensa los emblemas del Estado, las banderas, los lemas manidos... Habían tirado la casa por la ventana.

Oí barullo tras la puerta.

Recé para que fuera el padre de Ío, que por lo que había oído, era el encargado de abrir la conferencia con un breve discurso. Gracias a él nos habían habilitado esa preciosa sala solo para nosotras. Se abrió la puerta de golpe y una figura, alta y esbelta, entró como un torbellino. Elegante e impecable, con el pelo rubio como Ío, llamaba la atención allá donde estuviese. Iba acompañado de varios empleados del museo que casi besaban por donde pasaba.

Crónicas de Ingea                             Volumen 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora