CAPITULO 2

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Verde. Rojo. Luces cambiantes, farolas cegadoras, aceleradores en marcha y el rugir del tráfico. Se oía el zumbido intermitente de una sirena de policía. sakura recorría a zancadas la calle Broadway hacia arriba, taconeando con fuerza y cortando el aire con las piernas embutidas en unos pantalones de cuero. De un puño pendular colgaba un pedazo de tela arrugada. De vez en cuando lo blandía en el aire con furia, como hace un domador de leones con el látigo. La gente se apartaba.

Qué hijo de puta. Qué manera de humillarla. Tantos rodeos para acabar echándola de cara contra la mierda. «Te considero una persona estupenda», repetía con sorna en su mente, moviendo la cabeza de un lado a otro como una loca. Tan estupenda que le había hecho gastarse más de mil dólares para luego decirle que a ver si podían ser solo amigos. Se le nublaron los ojos y se dispuso a atravesar una calle sin darse cuenta de que el semáforo se había puesto en rojo.

Un estruendo de pitidos la obligó a dar un salto hacia atrás. De inmediato, respondió a los coches con un gesto poco refinado y siguió andando. Entre violentos resuellos, se pasó la mano por las mejillas. No se iba a poner a llorar. Empezó a cantar con fuerza mentalmente para acallar la voz interna que le decía que estaba sola, que siempre iba a estar sola, que nadie iba a querer estar con ella si podían evitarlo, que había sido una presuntuosa, una ridícula, una idiota al pensar que Sai quería casarse con ella. Repetía todo el tiempo la misma cancioncilla, no sabía por qué. Ni siquiera se sabía bien la letra.

Ayer sol hoy nubes, pronto lloverá li lo li lo li lo la, la, la, la, la...

Al menos, según fue subiendo la calle al ritmo de la música, empezó a recuperar la sensación de metal en el alma. «Tienes que ser dura, tienes que ser dura, tienes que ser dura», se recordaba. No había llorado delante de nadie desde que tenía quince años, cuando la mocosa chivata de su hermanastra la vio por el agujero de la cerradura y fue corriendo a contarle a todo el mundo que Sakura era una llorona. Estupendo, otra vez en la casilla de salida. ¿Y qué? Ya había estado sola antes. Estaba acostumbrada. Era mejor que estar con un hombre que no la quería. Por ahí sí que no iba a pasar, ni una noche siquiera.

Porque después de enumerarle las razones por las que ella no era su tipo – toda esa mamarrachada de la mutua confianza y la compatibilidad de objetivos en la vida–, Sai había demostrado ser lo suficientemente insensible como para sugerirle que podía quedarse en su apartamento hasta que encontrara algún sitio donde estar y la había acusado de «sentimentalismo» cuando ella se había negado. Ese fue el momento en que se levantó y se marchó del restaurante, dejándole con la palabra en la boca. Desde luego ella no iba a permitir a nadie que viera cuan sentimental podía ponerse; además, no necesitaba para nada la caridad de Sai, había más alternativas que quedarse allí como un alma en pena, durmiendo en el sofá. «Tengo muchos otros amigos», se dijo a sí misma con resolución.

Lo malo era que estaban todos fuera. Había hecho algunas llamadas desde la galería cuando había ido a quitarse el ridículo vestido y a ponerse otra vez la ropa de faena. Pero no eran más de las diez, y de un viernes por la noche, cuando casi todo el mundo sale a pasarlo bien, incluso Ino, su mejor amiga, que justo aquella semana se quejaba de no haber quedado con un tío en meses. ¿Dónde estaría? Se encogió de hombros. No era demasiado grave; lo intentaría después llamándola al móvil. En el peor de los casos, podría pasar la noche en alguna pensión barata. Perdió el paso veloz que llevaba al sentir que le fallaban las piernas. ¿Dónde estaba?

De pronto apareció sobre su cabeza la plaza Unión, empezó a recorrerla en círculo sin ton ni son. Hacía una noche cálida, un 1 de junio con los primeros olores del verano, y a su alrededor era todo bullicio. Se detuvo y cruzó los brazos con fuerza sobre el pecho, en la yema de los dedos podía sentir la delicada pedrería del vestido rosa.

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