CAPITULO 20

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Recorrer en bicicleta cuarenta y tantas manzanas, de Chelsea a Central Park, en un caluroso sábado era una locura; hacerlo además sobre la tartana de tres velocidades de Naruro, en medio de un tráfico enloquecido y una intensa contaminación, era el tipo de misión suicida con la que Sakura se había propuesto pasar el rato. «Puedo hacerlo», se repetía a sí misma, pedaleando con fuerza en los cruces, justo cuando los semáforos se ponían en rojo, y golpeando en los techos de los coches que se apelotonaban a su paso.

En los viejos tiempos, ella iba en bicicleta a todas partes, aunque lo hacía porque no tenía ni un centavo, no porque fuera una artista fascinante, como Naruto, para quien poseer una bicicleta hecha añicos aumentaba su hombría, su amor por los libros, sobre todo si podía coger un taxi el día que llovía. Cuando pensaba en todos los horribles trabajos que había tenido que hacer desde que empezó a vivir en esta ciudad –repartidora de bocadillos, recepcionista de una línea telefónica de contactos sexuales, camarera de una pista de patinaje (peinada obligatoriamente con dos caletitas), conejillo de Indias para los ensayos farmacológicos en hospitales, asistenta de esas a las que se contrata para que limpien los vómitos de otra gente después de las fiestas y guía turístico disfrazada con el traje colonial (que incluía un estúpido sombrerito que ella denominaba «la gorrita holandesa»)–, la irresponsabilidad de Naruto la enfurecía. Él se sentía un héroe por haber sido capaz de sobrevivir en Nueva York durante un año entero hasta que su papá se reblandeció y volvió a asignarle una paga mensual. Nunca había tenido que ahorrarse una comida para poder pagar las clases, como sí le había ocurrido a ella, ni se había pasado ningún invierno durmiendo en un colchón de espuma, utilizando como manta un trozo de piel de una de esas tiendas de caridad. Incluso ahora, la cuenta corriente de Sakura solía estar en números rojos; desde el vestido rosa y el desastre del póquer, no se había atrevido a abrir ninguna carta del banco. ¿Y si Sai tenía realmente la intención de demandarla...? No pudo evitar un leve gemido. Llamaría a Ino aquella misma tarde y le explicaría la situación.

Se levantó del sillín de la bicicleta y pedaleó con fuerza hacia el norte, en una cuesta invisible para los ojos pero perceptible para las pantorrillas. Manzana a manzana el paisaje urbano iba cambiando, de flores a pieles, de sinagogas a iglesias, de diamantes a libros, de teatros a bloques de oficinas, de ricos a pobres y vuelta a empezar, mientras los edificios se elevaban hacia lo alto y los pedazos de cielo se iban reduciendo. Le llegaban los olores a perrito caliente, a alquitrán derretido y a lociones bronceaduras, junto con el olor penetrante del Hudson, mitad grasa, mitad salmuera, que dispersaban hacia el este los vientos cruzados de la ciudad. El calor palpitaba en el granito y rebotaba en los cristales. Los turistas y el público que acude a comprar a las tiendas en sábado se apelotonaban en los cruces. Algunos camioneros la chillaban al pasar, para ver si la asustaban y se caía de la bici. Sakura bajaba la vista y empujaba con fuerza, hacia su siguiente hito: el reloj del edificio National Debt, los almacenes Macy, el ayuntamiento, el edificio de la RCA con su adorable chapitel, el siniestro cubo de cristal negro del edificio de la CBS, clavado en la esquina de la Cincuenta y tres, como una inmensa pantalla de televisión sin imagen. Pasó junto a las esculturas de Jim Dine que se encontraban en el solar de detrás del Museo de Arte Moderno, un trío de Venus en bronce, indudablemente femeninas en sus formas, pero sin cabeza, sin brazos y enormes. ¿Sería así cómo los hombres veían secretamente a las mujeres? Pensó entonces en las amplias curvas de Hinata y en la mirada lasciva de Danzo, y le vino a la mente el retintín en la voz de Naruto cuando le preguntó cómo le había ido la cita. Le había mentido al decirle que se iba a buscar apartamento. Se iba al parque para ver si encontraba allí un poco de intimidad que le permitiera urdir su venganza.

Sudorosa y sin aliento, pero viva, Sakura llegó por fin a su destino. Estaba abarrotado de ciclistas, gente haciendo footing, acarameladas parejas de tortolitos, patinadores, jugadores de fútbol, personas tomando el sol, hombres con bebés, mujeres con perros, y niños lamiendo enormes conos de helado. Aminorando el ritmo, se desvió plácidamente al carril de bicicletas que transcurría a la sombra de los árboles y condujo con una sola mano hacia el lago. Se puso a hacer cola en una tienda ambulante que encontró de camino, para comprarse un agua mineral y, tras colocar la botella húmeda en la cesta de la bici, siguió hasta la Rambla en busca de un lugar vacío en medio del supuesto entramado «salvaje» de riachuelos, bosques y enormes rocas estratégicamente colocadas. Tras bajarse de la fiel Rocinante, Sakura la empujó entre los setos y la dejó apoyada en un árbol. Se sentó en un retazo de hierba desgastada que quedaba a la sombra y bebió un sorbo largo y refrescante de la botella; después se fue por la mochila que había transportado en la cesta de la bicicleta. Sacó de ella un bolígrafo y un cuaderno. Durante bastante rato, se quedó mordisqueando el bolígrafo, pensativa, haciendo caso omiso del ruidoso caos de las barcas de remos que quedaban a sus pies en el lago. De pronto, empezó a escribir.

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