CAPITULO 24

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Sakura ya no aguantaba más. Se cambió el peso de una nalga a la otra, descruzó las piernas y las volvió a cruzar. Se oyó un fuerte crujido del asiento sobre el que ella estaba, y el tipo de delante volvió la cabeza a ver qué era. La anilla que atravesaba la ceja de aquel tipo le daba un aspecto especialmente maléfico.

–Perdón –dijo ella sin voz, moviendo solo los labios.

Concentró la atención en el escenario, donde un actor vestido de monje budista llevaba veinte minutos de pie, iluminado por los focos, con la mirada baja y las palmas juntas. Hasta aquel momento, no había ocurrido nada más. Sakura no estaba muy segura de si aquello tenía mucho significado o si lo que pasaba era que algo iba mal entre bastidores. Al fin al cabo, eso era el off-off Broadway.

Se oyó algo: un murmullo bajo, rítmico, como el de una nevera por la noche. Poco a poco, empezaron a surgir partes de cuerpo entre la oscuridad de los laterales, una mano, un pie descalzo, un codo doblado, una cabeza inclinada con aire penitente. Durante los diez minutos que siguieron, más o menos, fueron ocupando el escenario con agónicos movimientos de tai chi hasta formar un grupo muy solemne de hombres y mujeres jóvenes, vestidos con sayas de tela de saco verde. Gaara no estaba entre ellos. Sakura se retorció en el asiento impaciente. Quizá le estuvieran reservando para un papel especial, un dios desnudo, por ejemplo. Le había preguntado cómo era su papel, pero todo lo que él le había dicho, con esa medio sonrisa suya que la humedecía de forma inevitable a unos cuarenta centímetros por debajo del ombligo, fue: «Estrenamos el martes por la noche. ¿Por qué no vienes?».

Sakura apretó entre los dedos el programa que tenía hecho un canutillo, al tiempo que el pensamiento se le fue al sábado anterior y a la imagen de Gaara pedaleando delante de ella, bastante rápido, la verdad. Le había costado trabajo esbozar una despreocupada sonrisa cuando él miraba hacia atrás y encontrar aliento en sus pulmones para responder a gritos a los comentarios de él. Pero había tenido muchas oportunidades para contemplar sus piernas atléticas y dinámicas, la musculosa espalda y esa franja de carne de las caderas que aparecía y desaparecía refulgente bajo la camiseta. Una vez que estuvieron en el parque, él aflojó la marcha y comenzó a hacer proezas para impresionarla: conducir con una sola mano y zigzaguear por la vereda, con aquella deliciosa curvatura de su cuerpo, y volviendo de vez en cuando la cara sonriente para comprobar que ella le estaba mirando, al tiempo que el aire le movía el pelo. Sakura empezó a reírse y a imitarle, de forma que al poco rato ya estaban jugando a «lo que hace la madre, lo hace la hija». Mientras lo adelantaba, Sakura sacaba los pies de los pedales y los levantaba a ambos lados de la bicicleta, moviendo los codos arriba y abajo como un pollo enloquecido. Durante unos instantes, los dos quitaron las manos del manillar y se agarraron del brazo triunfante. Después, volvió a empezar el turno de Gaara Los transeúntes se paraban a mirarlos y se sonreían. Fue divertido, insinuante, estimulante. Sakura cayó en la cuenta de lo que se había estado perdiendo con Sai, al que no podía imaginarse en una bicicleta a menos que fuera equipado con un casco de seguridad, pantalones cortos de tipo militar y una mochila con un botiquín de primeros auxilios. Para cuando se bajaron de las bicicletas, exhaustos y muertos de risa, estaban a medio camino de enrollarse.

–Venga, loquilla, te invito a un zumo de naranja.

–De eso nada, invito yo.

Y lucharon un poco para ver quién pagaba. También aquello había sido divertido. Cuando entraron en el bar, no tuvieron mucho que decirse. A Sakura no le importó lo más mínimo. Sentados el uno frente al otro, él la miraba sonriente y ella lo miraba devolviéndole la sonrisa mientras los dos se bebían los refrescos, sorbiendo de las pajitas de plástico. Se enteró de que Gaara era de Denver y de que un octavo de su sangre era iroqués, lo cual explicaba sus angulosas facciones y lo rasgado de sus ojos, bajo unas cejas rectas y muy negras. Físicamente, era el equivalente humano a una apetitosa chuletita de cordero lechal. Mirarlo le daba hambre. No había duda de que era demasiado joven. Pero ¿importaba mucho la edad? En su corazón, ella no se sentía mayor de veintiseis. Daba mucho gusto dejar atrás todo ese bagaje de la carrera profesional, la idea de crear una familia y los fracasos amorosos, para ser... eso, nada más que una «loquilla».

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