CAPITULO 25

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– ¿Señora Yamanaka, le parece bien si me voy ya?

Ino levantó la vista de su escritorio para mirar a su nueva ayudante, Becky, que estaba de pie junto a la puerta, con el bolso al hombro.

–Es que hoy es el cumpleaños de un amigo mío –explicó Becky–, va a dar una cena y me tengo que arreglar.

Ino miró el reloj y comprobó con asombro que iban a dar las seis de la tarde.

–Dios mío, ¿qué me ha pasado a mí hoy? –exclamó.

Becky la miró con ojos suplicantes. Ino se fijó en el brillo de la melena de su ayudante y en el rubor que tenía en las mejillas.

–Entonces, ¿me puedo ir? –repitió la joven.

–Por supuesto que te puedes ir. – Ino puso su más cálida sonrisa, intentando no dar la imagen de bruja que retiene en la mazmorra a la hermosa princesa–. Que te lo pases muy bien esta noche.

–Gracias. –La voz de Becky sonó aliviada. Antes de salir corriendo, se dio la vuelta y añadió con educación–: Que usted también lo pase bien.

Ino asintió con la cabeza. Estaba segura de que para Becky era impensable que alguien tan aburrido como ella, una solterona, próxima a los cuarenta, que vivía sola y se dedicaba casi de forma exclusiva a su carrera profesional, pudiera pasárselo bien alguna noche. Sin duda, la chica estaba profundamente equivocada. Aquel día había quedado con su hermano para ir al cine y comer una pizza juntos, y estaba entusiasmada. Echó un vistazo al cielo, de color cetrino por el calor y la humedad, y decidió pasarse primero por casa para refrescarse. Además, tenía que dar de comer al gato del vecino porque se había ofrecido a ocuparse de él, acogiéndolo en su apartamento, mientras el vecino se iba de visita a Florida a ver a su hija.

Fred era un gato gordo y castrado, con la piel atigrada, que ya había empezado a excavar un hueco en los cojines del sofá, pero muy afectuoso; y le hacía compañía.

Clasificó sus papeles y los apiló por orden de prioridades. Apagó el ordenador, guardó las cosas en su maletín y comprobó que no se dejaba nada en el escritorio que pudiera ser importante. Por un momento, sus ojos se detuvieron sobre el ramo de flores que le habían traído el día anterior de la floristería, junto con una tarjeta que decía:

«Con enorme gratitud y el deseo de que tengas toda la suerte del mundo con tu hombre, Jessica

Blumberg.»

Se dio la vuelta y se alejó hacia el ascensor.

Estaba fuera de toda duda que Sai jamás llegaría a ser «su hombre». Sería de una deslealtad imperdonable. Sai se había portado como un energúmeno con su mejor amiga, dejándola plantada en la calle sin previo aviso. Ino presionó el botón de bajada. ¡Qué cabrón! ¡Qué bruto! No acertaba a explicarse por qué enloquecido impulso se había inventado la ridícula historia de la ruptura del compromiso. Tal vez sintió pena por él al verlo tan resfriado. Ya en anteriores ocasiones, el sentir simpatía por alguien le había jugado malas pasadas; no tenía más que acordarse de David el Largo y de algún otro pretendiente.

Se abrieron las puertas del ascensor. Estaba abarrotado y Ino tuvo que hacer un esfuerzo para hacerse un hueco; se quedó mirando sin pensar la chaqueta de cuero de un hombre que tenía enfrente. Para ser justos, y Ino se jactaba de ser una persona con un enorme sentido de la justicia, Sai no le pareció tan abominable como ella se había imaginado. No le había dado la impresión de que no tuviera sentido del humor («la asignación canina»); y se había mostrado muy amable con su madre. Eso le parecía bien, aun cuando la madre sonaba a pesadilla. Tampoco le había parecido feo. Tenía unos ojos negros de mirada cálida y honrada, y a ella siempre le había gustado esa clase de pelo, espeso, corto y completamente lacio. Y lo cierto es que cuando la señora Blumberg les había obligado a darse un abrazo, había sentido cierta atracción; no mucho más que una punzada. Bajó la vista. Aquello era una prueba de lo poco fiables que resultaban los instintos más básicos. Además, no debía olvidar que se había propuesto acabar para siempre con los hombres, por lo tanto era impensable llegar a estar comprometida con alguien así. Sí, impensable...

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