CAPÍTULO 12

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Sakura dio vuelta a la llave en la conocida cerradura, empujó y abrió la puerta del apartamento 12B; entró con paso vacilante; olía a cerrado y se oía el ronroneo de la nevera, nada más.

–¿Hola? –gritó.

Pero por supuesto no hubo ninguna respuesta. Sai estaba en el trabajo; tenía la casa para ella sola.

Tras dejar que la pesada puerta de la entrada se cerrará, se adentró sigilosamente en el apartamento y miró a su alrededor con la sensación de ser una intrusa. En la cocina, la taza de desayuno de Sai y el cuenco de los cereales (muesli con salvado extra) se encontraban boca abajo en el escurridor. Los cojines del sofá del salón estaban arrugados y aplastados donde él había estado tumbado la noche anterior. Había un ejemplar del Boletín de Derecho de Harvard abierto, con las páginas hacia abajo sobre la mesa de centro. Sakura se dio cuenta con asombro de que todas sus revistas de arte habían desaparecido. ¿Le habría empaquetado ya todas sus cosas o tal vez habría sido capaz de tirárselas?

Atravesó con rapidez el salón y abrió la puerta del armario del dormitorio, pero no, allí estaba todo igual: el montón de botellas y tubos de maquillaje en su pila de cajones, el quimono, colgado en la parte interior de la puerta, una media negra –¿de dónde habría salido? – encima de la silla. La cama estaba sin hacer. Sintió una extraña emoción al ver que Sai seguía durmiendo en su lado. Fue hasta la ventana, apoyó la frente en el cristal y se quedó mirando hacia fuera. Eso era lo que siempre le había gustado más del apartamento: las amplias vistas sobre el parque de Riverside y a través del Hudson hasta las chimeneas de Nueva Jersey. Resultaba estimulante flotar allí arriba por encima del enjambre de las calles, huir del laberinto de sobrecogedores edificios que como acantilados bloqueaba el cielo. A veces Sai se la encontraba así por la noche, callada de pie en la oscuridad, y profería exclamaciones de alarma al tiempo que encendía las luces, como si le pareciera que aquella actitud era rara.

Sai. Lanzó un suspiro. Otra etapa acabada. No tenía exactamente la sensación de estar destrozada, pero se sentía... cansada. ¿Por qué le parecía que su vida ya no avanzaba? Cuando echaba la vista atrás, no veía que hubiera habido ninguna evolución en los últimos años, sencillamente una cosa tras otra: otro hombre, otro trabajo, otro apartamento. Ella debía de ser parte del problema.

Sai era uno de los pocos hombres solteros de Nueva York que buscaba realmente una relación estable –vamos, una esposa–, pero la había descartado a ella como candidata. ¿Por qué? ¿Era demasiado alta? ¿Demasiado delgada? ¿Tenía muy poco pecho? ¿Las rodillas muy huesudas? ¿Se había metido demasiado con él por sus pequeñas manías? ¿O es que era demasiado mayor ya, no solo para conquistar el corazón de nadie, sino para dar el suyo? En el restaurante, la había mirado con inmensa tristeza en los ojos y le había dicho sin más, devastadoramente: «Tú no me quieres». Era cierto.

Había personas que decían con absoluta seguridad que estaban «enamoradas». ¿Cómo podían saberlo? Ser meros compañeros no bastaba, en aquel momento ella lo sabía muy bien. El amor debía de ser algo más que ese nerviosismo que se daba siempre al principio de cada nueva historia, esa excitación enroscada que podía desplegarse de pronto en una pasión con una simple mirada o con el roce de un dedo. El ardor de la pasión era algo precioso, pero tarde o temprano las llamas se apagaban o dejan una herida.

La vida amorosa de Sakura la había llevado hasta extraños callejones oscuros. Hacía un par de años, en el callejón más oscuro y desagradable de todos se encontró con Sasori. Alto, guapo y encantador, casi el único marchante de arte que era indiscutiblemente heterosexual, casi la había embrujado. A los pocos minutos de haberse conocido, tras una presentación informal en una fiesta aburrida, él había captado su mirada ansiosa y especuladora y le dijo: «Ni se te ocurra. Soy demasiado peligroso para ti». Pero ella no le hizo caso. Tenía los ojos ardientes café cenizas, y la miraba de una forma muy particular; aun antes de que la llevara a la cama aquella misma noche, ya la había esclavizado. Eso era el amor por fin, el verdadero sentimiento.

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