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La oficina de la inspectoría, era el lógico lugar donde llegaríamos al día siguiente del alboroto que habíamos hecho. Ninguno de mis padres me fue a justificar y tampoco, hablamos sobre lo que pasaba en el colegio. Me sentí avergonzada y solitaria.

Samuel y Blas permanecían en silencio y no parecían dispuestos a romperlo. Tuve miedo de que se quedaran así para siempre.

Ambos habían peleado antes, yo lo sabía. Como cuando Blas tiró a la basura uno de los dibujos de Samuel sin querer en séptimo, o como cuando no terminaron un trabajo de ciencias en primero medio y les pusieron una mala calificación. Todas esas tonterías, podían volverse graves cuando se trataba de ellos y su enojo siempre se prolongaba semanas enteras, hasta que un día y por arte de magia volvían a la misma dinámica de siempre, donde Blas y Samuel eran inseparables, pero para ninguno de los tres era desconocido que las cosas habían cambiado y que luego, de su última gran pelea ya nada era igual y ésta a diferencia de las otras, se había prolongado durante casi un año, en forma intermitente.

Todo sucedió cuando Mariela comenzó a salir con Samuel y ella le dijo a Blas que se alejara de Samuel, porque él era una mala influencia. Ese día Blas estaba enfurecido. Recuerdo haber caminado con él hasta la bencinera cerca de su casa, y haberme sentado con un par de helados rogándole que se tranquilizara por casi cuarenta minutos:

—Ya va a pasar, tú mismo lo dijiste, las novias pasan, los amigos quedan, mejor come un helado.

—Es una idiota y Samuel es un idiota también.

—Blas, tranquilízate. —Mi amigo lo único que no hizo fue esto último y yo me quedé con dos helados derretidos en las manos.

—Sabes, me alejaré. Si cree que soy una mala influencia, pues me alejaré y que Samuel se busque otro mejor amigo.

Para el fin de semana Blas y Samuel ya no se hablaban más que en tono irónico. El sábado de ver las nubes se transformó en sábado de juntarse con Samuel y los días de películas, se transformaron en días de quejarse con Blas. El resto de la semana, eran días de Chris en solitario.

Con el pasar de las semanas la discusión ya no sólo era entre Blas y Samuel, sino que también fui involucrada. Blas reclamaba mis simpatías cada vez que podía y como Mariela también estaba convencida de que yo era tan terrible como Blas, mi corazón comenzó a guardar rencor contra un Samuel que se mostraba incapaz de defender nuestra amistad.

Los sábados de ver las nubes era nuestra única instancia de tregua entre yo y Samuel, pero con el pasar de los meses se hicieron tan esporádicas que algo en mí parecía estar desgarrándose por dentro y fue inevitable que tomara un bando.

—¿Cuándo se van a perdonar? —Le pregunté a Samuel en unos de esos momentos de paz—. Ya estoy harta de toda esta tontería.

El cielo estaba claro en el parque, y las masas esponjosas de agua que siempre nos llevaban a levantarnos temprano flotaban sobre nuestras cabezas, mudando aires desde cocineros a cocodrilos y después castillos, cosas sin explicación, rostros, seres queridos, Blas y silencio.

—Yo no estoy enojado con Blas, es él quien está enojado.

Miré a Samuel sin dar crédito de sus palabras.

—Si no hablas con Blas me enojaré contigo y no te perdonaré—amenacé entre sonrisas de dulzura y un nudo de congoja y rabia.

—Chris, creo que lo arruiné. No sé qué hice mal, pero lo arruiné.

Este recuerdo se me dibuja desordenado, como un torbellino batiendo el cielo. No recuerdo bien qué dije primero y qué dije después, pero me ilustro enojada y pensando en que quería remover todos los sesos de Samuel hasta que volviera a ser como antes de enamorarse de una chica que parecía reclamarse como su única dueña:

Las cosas detrás del solDonde viven las historias. Descúbrelo ahora