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La noche en que regresó Nino, no pude dormir y sólo me tranquilizaba al pensar en que el día siguiente me cepillaría los dientes, me peinaría el cabello y prepararía el desayuno. Era la forma más ridícula de distraer mi mente de la realidad, pero el gran agujero que se forma en tu interior cuando suceden cosas malas, sólo se logra saciar pensando en qué cosas no debes hacer y esas son olvidarte de respirar.

Las luces de las ambulancias rotaban incesantes afuera y mis piernas no dejaban de tiritar. Entrelacé mis manos e intenté controlarme. No era la primera vez que veía una ambulancia. Me pregunté dónde volvería a verlas en el futuro.

—Come un poco.

Mi madre me acercó un vaso con café y un paquete de galletas.

— ¿Cómo está? —pregunté levantándome de un salto.

Ella se sentó y se encogió de hombros suspirando. Sus lágrimas parecían querer escaparse. De pronto, vi como su cuerpo comenzó a encogerse y liberando un alarido se derrumbó sobre mis brazos.

—No llores, ella estará bien. —La consolé intentando actuar como si supiera lo que estaba sucediendo, aunque la verdad es que ni mis peores imaginaciones se asemejaban a lo que pasó.

—No comprendes—respondió mi madre, retirándose y secándose las lágrimas— ¡Esto es mi culpa! Yo no cuide de tu hermana como te cuido a ti.

La gente se culpa a menudo cuando suceden tragedias, pero cuando suceden este tipo de agresiones, las demás mujeres parecen vestirse sólo de vacíos e incertidumbres. Tal cual como si todas hubiésemos sido golpeadas.

"¿Puede pasarme esto a mí?" "¡Jamás!" "¿Y si sucediera?" "¿Cómo lograré huir de este mundo?" Esas preguntas me asaltan a media mañana desde entonces. Cuando ya viste cómo puede ser la muerte, no se te olvida jamás.

Guardé silencio y agaché la cabeza. No sabía cómo reaccionar y sabía que mi mamá tampoco, tras diez minutos así, me levanté de mi asiento.

—No es tu culpa—susurré, saliendo del hospital.

Creí que encontraría tranquilidad para pensar si salía un rato a respirar aire fresco, pero inmediatamente después de haber atravesado las puertas corredizas, me encontré a papá llorando en la escalera.

—Mamá te necesita. —Le aconsejé haciéndolo reaccionar.

—No creo que pueda ayudarla.

—No te dije que debías ayudarla, te dije que necesita alguien que la acompañe. —Lo reprendí con una dureza descomunal.

Mi papá asintió con la cabeza y se levantó.

—Iré a ver a tu madre, ¿vienes?

—No, me quedaré aquí.

Mi padre se alejó y yo me quedé mirando las estrellas. El frío se introducía por mis ropas, pero no me importaba sólo deseaba que amaneciera. Sospechaba mis familiares llegarían en algunas horas más y mis tías se turnarían el cuidado de Fernandito y el mío, hasta que mis padres pudieran sentirse mejor.

No quería llorar y no quise llorar en muchos días. La verdad, es que no sabía qué sentir y cuando hablé de esto con mi psicólogo él sólo dijo:

—La gente siente a distintos ritmos.

A medida que ha pasado el tiempo y la herida familiar se ha ido cerrando, a veces suelo entrar a casa, mirar a mi hermana y sin sentido alguno me pongo a llorar. Ella me consuela y llora conmigo, luego bebemos una taza de leche con chocolate y escuchamos a la lluvia caer, mientras las hojas de serbal se azotan en el patio y en aquel momento, ella siempre termina la conversación comentando:

—Esta casa suena tan fuerte.

Entonces yo sonrío, porque sé que las cosas estarán bien.

Entonces yo sonrío, porque sé que las cosas estarán bien

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Las cosas detrás del solDonde viven las historias. Descúbrelo ahora