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Aquel amanecer Blas se puso a llorar y lloró quince minutos sin motivo aparente.
En aquel tiempo, no sabíamos tanto de su vida como creíamos, pero éramos sus amigos y lo abrazamos hasta que el sol se puso en su totalidad.

Una vez se tranquilizó y con una sonrisa de oreja a oreja dijo:

—¡Es lo más genial que he visto jamás!

Muchas veces me asombra lo muy abrigados que podemos llegar a nacer y cómo nuestra humanidad nos puede absorber durante tantos años. Mi infancia, gracias a esto, es una obra de teatro donde el mundo que me rodea no alcanza a ser más que bellas danzas de mí misma en soledad, viviendo la vida acompañada, pero envuelta en todo tipo de abrigados algodones y fru-frus que siempre quise quitarme. El despertar a la vida, puede ser como un amanecer, como quitarte tu abrigo al llegar a casa y notar que no hay una sonrisa en tu madre que lleva una vida atareada.

El despertar, puede ser el breve enunciado de un amigo que incrusta en tu corazón su huella por primera vez, porque quizás, antes de ese día nunca le habías visto de verdad. Blas podía ser dulce como el sol calentando tu nariz, él se sentía como el aire entre lagrimillas producidas por el viento; empapado de fragancias salinas diurnas y esa fue mi primera certeza sobre su persona luego de despertar, entre muchas otras.

—Y me dices que soy yo la que dice cosas cursis —comenté riendo.

—No me molestes, Chris, lo sé —dijo Blas frotándose los ojos y con una sonrisilla ladeada que decoraba su rostro enrojecido.

Debimos notar mientras bromeábamos que algo había cambiado en el ambiente, pero como dije antes, recién estábamos abriendo nuestros ojos a la vida. Adormilados e inconscientes, Blas y yo seguimos riendo, pero Samuel por alguna razón que no entendimos en ese entonces, se puso pálido, sonrió una vez y musitó cabizbajo emprendiendo el camino a casa:

—Tienes razón. Volvamos a casa.

Abrazar a Blas era fácil. Él siempre fue alguien que podías abrazar con total libertad, pues a pesar de su tensa mirada de chico rudo, era mucho más accesible que Samuel al emocionarse. Por eso cuando Samuel me abrazó aquella tarde luego de haber discutido, no supe qué hacer.

—No te vayas, por favor no te vayas. —Me rogó.

Se sentía cálido y no opuse resistencia, porque tenía el cuerpo frío de miedo.

Samuel y yo casi nunca nos abrazábamos más que de felicidad, pero esos abrazos son los que compartes con todo el mundo, incluso, con los que no te caen bien; cuando tus padres te obligan en la licenciatura; o en una fiesta de fin de año. Esos breves espacios, eran mi oportunidad especial para abrazar a Samuel con total libertad y era difícil que se dieran ese tipo de instantes.

—Lo siento, Chris, siento hacerte sentir mal con mis problemas —dijo suave.

—No te preocupes, estoy bien.

—¿Estás segura?

Asentí con la cabeza y la oculté bajo su barbilla. No recordaba que se había vuelto tan alto, pero cuando lo percibí me sorprendió. Estaba más alto y no estaba segura de cuándo había cambiado. Era posible que ambos hubiésemos cambiado.

— ¿Tú estás bien?

—Tendré días mejores, pero eso no me da permiso para hacerte sentir mal o preocuparte.

Liberé una sonrisa. Me ponía contenta escuchar eso.

Verán, Samuel y yo ni siquiera éramos amigos o cercanos en los primeros años del colegio. Él sólo era el chico que observaba tímidamente desde lejos y baluarte de mi admiración infantil. De manera más específica, puedo decir que él era presidente de curso, primer lugar en el ranking de calificaciones, el mejor compañero cinco años consecutivos, el alumno más participativo, premio al espíritu del colegio y mejor asistencia.

Las cosas detrás del solDonde viven las historias. Descúbrelo ahora