Capítulo 1

2.1K 45 1
                                    

Los gestos son lo único que tengo; en ocasiones, deben ser exagerados. Y si bien a
veces me paso de la raya y me pongo melodramático, es porque debo hacerlo para
comunicarme de forma clara y efectiva. Para que se entienda lo que quiero decir sin
que quepan dudas: no tengo palabras a las que recurrir, porque, para mi gran disgusto,
mi lengua tiene un diseño largo, plano y suelto, y por lo tanto es una herramienta
horriblemente ineficaz para mover la comida en la boca mientras mastico, y aún
menos útil para emitir inteligentes y complicados sonidos silábicos que se puedan
enlazar para formar palabras y oraciones. Y por eso estoy aquí, aguardando a que
Denny regrese a casa —debería llegar pronto—, tendido sobre las frescas baldosas
del suelo de la cocina, sobre un charco de mi propia orina.
Soy viejo, y aunque puedo llegar a ser mucho más viejo, no es así como me
quiero marchar: lleno a rebosar de medicamentos para el dolor y acribillado de
inyecciones de esteroides para reducir la hinchazón de mis articulaciones. Y con la
visión nublada por las cataratas. Mullidos paquetes plásticos de pañales caninos
almacenados en la alacena. Estoy seguro de que Denny me compraría uno de esos
carritos que he visto en las calles, los que se usan para alojar los cuartos traseros, para
que los perros puedan arrastrar su propio culo cuando las cosas comienzan a fallar.
Eso es humillante y degradante. No sé si es peor que disfrazar a un perro para
Halloween, pero le anda cerca. Él lo haría por amor, claro. Estoy seguro de que me
mantendría con vida tanto tiempo como le fuese posible, incluso si mi cuerpo se
deteriora, se desintegra en torno a mí, se disuelve hasta que no me quede más que el
cerebro, alimentado por cables y tubos de toda clase y suspendido en un frasco de
vidrio lleno de un líquido transparente, en cuya superficie flotarían los ojos. Pero no
quiero que me mantengan con vida. Porque sé lo que viene después. Lo vi en la tele.
En un documental sobre Mongolia, nada menos. Fue lo mejor que he visto en
televisión, después del Gran Premio de Europa de 1993, claro, la mejor carrera
automovilística de todos los tiempos, en la que Ayrton Senna demostró ser un genio
bajo la lluvia. Después del Gran Premio de 1993, lo mejor que vi en la tele es un
documental que me lo explicó todo, me lo aclaró todo, me dijo toda la verdad: que
cuando un perro termina de vivir su vida como tal, pasa a reencarnarse como humano.
Siempre me sentí casi humano. Siempre supe que en mí hay algo que me hace
diferente de los demás perros. Sí, estoy metido en un cuerpo canino, pero no es más
que un envoltorio. Lo importante es lo que está dentro. El alma. Y mi alma es muy
humana.
Ahora estoy preparado para convertirme en hombre, aunque me doy cuenta de
que perderé todo lo que fui. Toda mi memoria, todas mis experiencias. Me gustaría llevármelas a mi próxima vida. ¡He pasado por tantas cosas junto a la familia Swift!
Pero no tengo mucha capacidad de decisión en el asunto. ¿Qué puedo hacer, sino
forzarme a recordar? Tratar de grabar lo que sé en mi alma, es decir, en una cosa que
no tiene superficie, lados, páginas, ni forma material alguna. Llevarlo tan bien metido
en los bolsillos de mi existencia que, cuando abra los ojos y baje la vista a mis nuevas
manos, provistas de pulgares que pueden plegarse firmemente sobre los otros dedos,
ya sabré. Ya veré.
La puerta se abre y oigo su familiar saludo:
—¡Hola, Zo!
Por lo general, no puedo evitar olvidarme de mi dolor e incorporarme, menear el
rabo y meterle el hocico en la ingle. En este momento en particular, resistirse requiere
una voluntad de humano, pero lo hago. Aguanto. No me levanto. Estoy actuando.
—¿Enzo?
Oigo sus pasos, la preocupación latente en su voz. Me encuentra y baja la vista.
Alzo la cabeza, muevo débilmente la cola, haciéndola sonar al golpearla contra el
suelo. Represento mi papel.
Menea la cabeza, se pasa la mano por el cabello, deja la bolsa de plástico que
contiene su cena. Huelo el pollo asado a través del plástico. Esta noche comerá pollo
asado y ensalada de lechuga.
—Hola, Enzo —dice.
Se inclina hacia mí, se acuclilla, me acaricia como suele hacerlo, recorriendo el
pliegue que tengo detrás de la oreja, y alzo la cabeza y le lamo el antebrazo.
—¿Qué pasó, amigo? —pregunta.
Los gestos no sirven para explicarlo.
—¿Puedes levantarte?
Lo intento y me caigo. Mi corazón late a toda prisa, da un salto, porque no, no
puedo. Siento pánico. Creí estar actuando, pero realmente no puedo levantarme.
Mierda. La vida imita al arte.
—Tranquilo, amigo —dice, apoyándome la mano en el pecho para calmarme—.
Estoy aquí.
Me alza con facilidad, me acuna, y puedo oler su día en su cuerpo. Puedo oler
todo lo que hizo. Su trabajo en el taller mecánico, donde se pasa el día de pie detrás
de un mostrador, siendo amable con los clientes que le gritan porque sus BMW no
funcionan bien y arreglarlos es demasiado caro y eso los enfurece tanto que le tienen
que gritar a alguien. Puedo oler su almuerzo. Fue al restaurante indio que le gusta.
Autoservicio. Es barato, y a veces se lleva un recipiente y roba porciones de pollo
tanduri y arroz amarillo y come eso también en la cena. Huelo cerveza. Se detuvo en
algún lugar. El restaurante mexicano. Huelo tortillas en su aliento. Ahora entiendo.
Por lo general, soy excelente para averiguar qué ha hecho durante su ausencia, pero en este momento las emociones me han impedido prestar atención.
Me deposita con suavidad en la bañera y abre la ducha de teléfono y me dice:
—Tranquilo, Enzo.
Me acaricia y sigue hablando.
—Lamento haber llegado tarde. Tendría que haber regresado directamente a casa,
pero mis compañeros de trabajo insistieron. Le dije a Craig que estaba pensando
renunciar y...
Se interrumpe, y me doy cuenta de que cree que mi accidente ocurrió porque se
retrasó. Oh, no. Mi intención no era ésa. Comunicarse es muy difícil, porque soy lo
que soy. Hago lo que puedo. A veces hasta actúo. O mejor dicho, intento presentar
mis ideas. Pero la presentación es una cosa y la expresión otra, y el hecho de que mi
cuerpo no sea humano, sino canino, hace muy difíciles las cosas. No quería que se
sintiera mal. Quería que viera lo obvio, que dejarme ir está bien, es lo mejor. Tiene
que entenderlo por sí mismo. Ha pasado por tantas cosas, y las ha superado todas. No
me necesita, ya no le sirve de nada preocuparse por mí. Para poder brillar, necesita
que yo lo libere.
Es tan brillante. Reluce. Es maravilloso, con sus manos que agarran cosas y su
lengua que dice cosas. Es maravillosa la forma en que se levanta y cómo mastica su
comida durante tanto tiempo, convirtiéndola en una pasta antes de tragarla. Los
echaré de menos a él y a la pequeña Zoë, y sé que ellos me extrañarán. Pero no puedo
permitir que el sentimentalismo empañe mi gran plan. Cuando se cumpla, Denny será
libre para vivir su vida y yo regresaré a la tierra bajo una nueva forma, como hombre,
y lo encontraré y le estrecharé la mano y le haré saber cuánto talento tiene, y después
le guiñaré un ojo y le diré: «Enzo te manda saludos», y me volveré y me alejaré
deprisa y él preguntará: «¿Te conozco?, ¿nos hemos visto antes?».
Después del baño, limpia el suelo de la cocina mientras lo miro; me da mi
comida, que una vez más devoro con demasiada prisa, y me deposita frente al
televisor mientras prepara la cena.
—¿Vemos un vídeo? —pregunta.
«Sí, un vídeo», respondo, pero, claro, no me oye.
Pone un vídeo de una de sus carreras, enciende el televisor y miramos. Es uno de
mis favoritos. Cuando los coches se ponen en sus puestos de salida, la pista está seca.
Pero, en el momento mismo en que la bandera verde baja para indicar el comienzo de
la carrera, cae una cortina de lluvia, un diluvio que lo cubre todo, y los coches que
están a su alrededor pierden el control y hacen trompos, yendo a parar a los campos,
mientras él los sobrepasa a todos como si no lloviera, como si fuera un mago que
quitara el agua de su camino con un hechizo. Como en el Gran Premio de Europa de
1993, cuando Senna, en la salida misma, pasó a cuatro de los mejores pilotos, al
volante de cuatro de los mejores coches: Schumacher, Wendlinger, Hill, Prost. Como si fuese un mago.
Denny es tan bueno como Ayrton Senna. Pero nadie se da cuenta porque tiene
responsabilidades. Tiene a su hija, Zoë, y tenía a su esposa, Eve, que estuvo enferma
hasta que murió; y me tiene a mí. Y vive en Seattle, aunque debería vivir en algún
otro lugar. Y tiene un trabajo. Pero a veces, cuando se marcha, regresa con un trofeo y
me lo muestra y me lo cuenta todo sobre sus carreras y sobre cómo brilló en la pista y
dio una lección a todos los demás pilotos, en Sonoma, o en Texas, o en Ohio. Les
enseñó en qué consiste conducir con tiempo lluvioso.
Cuando el vídeo termina dice:
—Salgamos.
Y pugno por incorporarme. Alza mi culo, me centra el peso sobre las patas
traseras y quedo bien. Para demostrárselo, le froto el morro contra el muslo.
—Éste es mi Enzo.
Dejamos nuestro apartamento; la noche es fresca, ventosa y despejada. Sólo
recorremos una manzana en el paseo, y enseguida regresamos, porque la cadera me
hace mucho daño y Denny se da cuenta. Denny lo sabe todo. Cuando volvemos, me
da mis bizcochos de cada noche y me acurruco en mi cama, junto a la suya. Toma el
teléfono y marca.
—Mike. —Mike es su amigo de la agencia, donde ambos trabajan detrás del
mostrador. Lo que hacen se llama atención al cliente. Mike es un tipo menudo, de
amistosas manos sonrosadas, siempre lavadas hasta el punto de quedar sin olor
alguno—. Mike, ¿puedes cubrirme el turno mañana? Tengo que llevar a Enzo al
veterinario otra vez.
Últimamente vamos mucho al veterinario para buscar distintos medicamentos que
se supone que me ayudan a estar más cómodo, aunque lo cierto es que no es así. Y
como no es así, y dado todo lo que ocurrió ayer, puse en marcha el plan maestro.
Denny deja de hablar durante un momento y cuando vuelve a hacerlo su voz no
parece la suya. Es ronca, como cuando está resfriado o con un ataque de alergia.
—No sé —dice—. No estoy seguro de que vaya a ser un viaje de ida y vuelta.
Temo que sea sólo de ida.
Quizá yo no pueda formar palabras, pero sí las entiendo. Y lo que dice me
sorprende, por más que yo haya sido quien lo planeó. Durante un momento, quedo
sorprendido porque mi plan funciona. Sé que es lo mejor para todos. Es lo mejor que
Denny puede hacer. Ha hecho tanto por mí durante toda mi vida. Le debo la decisión
que no quiere tomar, es decir, la decisión de liberarlo. De dejarlo ascender.
Recorrimos juntos un buen camino, y ahora llega a su fin; ¿qué tiene eso de malo?
Cierro los ojos y escucho vagamente las cosas que hace cada noche antes de irse a
dormir. Sonidos de lavado de dientes, de agua del grifo, de gárgaras. Tantas cosas.
Las personas y sus rituales. A veces se aferran tanto a las cosas...

El arte de conducir bajo la lluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora