Por la mañana, Denny no sabía lo de Eve. Yo, recién despierto de mi sueño y aún
adormilado, apenas lo sospechaba. Me llevó en coche al parque Luther Burbank, en
la costa oriental de la isla Mercer. Fue una buena elección, pues era un cálido día de
primavera, y como el parque daba al lago, Denny me podía tirar la pelota al agua y yo
nadaba para recuperarla. No había más perros que yo. Estábamos a solas.
—La llevaremos de vuelta a casa —me dijo Denny, tirando la pelota—. También
a Zoë. Debemos estar todos juntos. Las echo de menos.
Me metí en el frío lago y nadé hasta recuperar la pelota.
—Esta semana. Esta semana las llevo a las dos a casa. Sin falta.
Y volvió a tirar la pelota. Caminé por el fondo rocoso hasta que dejé de hacer pie,
nadé hasta la pelota, la capturé y regresé. Cuando la dejé caer a los pies de Denny y
alcé la vista, vi que estaba hablando por su teléfono móvil. Al cabo de un momento,
asintió con la cabeza y colgó.
—Ella se fue. —Su tono era infinitamente triste. Y lanzando un fuerte sollozo, me
volvió la espalda y lloró con el rostro entre las manos para que yo no lo viera.
No soy un perro que suela huir de las cosas desagradables, de los problemas.
Nunca había escapado de Denny antes de aquel momento, y nunca volví a hacerlo.
Pero en ese momento debía correr.
Me ocurrió algo. No sé qué. Tal vez el emplazamiento de ese parque para perros,
en el lado oriental de la isla Mercer, se prestaba para ello. La cerca de barrotes
separados, que permitía pasar. Todo el lugar parece invitar a los perros a que corran, a
que escapen de su cautiverio, a que desafíen al sistema. De modo que corrí.
Tomando rumbo sur, emprendí una carrera por la corta senda que pasaba entre los
barrotes de la cerca y daba al campo grande. Una vez allí, me dirigí al oeste. Pasando
por el sendero de asfalto, llegué al otro lado del anfiteatro, donde encontré lo que
buscaba. Naturaleza indómita. Necesitaba regresar al salvajismo. Estaba afligido,
enfadado, triste. ¡Algo! ¡Necesitaba hacer algo! Necesitaba sentirme a mí mismo,
entenderme a mí y entender este mundo horrible en que estamos atrapados, donde
bichos y tumores se nos meten en el cerebro y ponen ahí sus inmundos huevos, de
donde salen sus crías, que nos comen vivos desde dentro. Necesitaba hacer cuanto
podía por aplastar aquello que me atacaba a mí y agredía a mi manera de vivir. Así
que corrí.
Ramitas y enredaderas me azotaban la cara. La áspera tierra me lastimaba las
patas. Pero seguí corriendo hasta que vi lo que necesitaba ver. Una ardilla. Gorda y
complacida. Comiendo migas de una bolsa de patatas. Al ver la expresión estúpida
con que se metía las chucherías en la boca, descubrí, en el lugar más oscuro de mi
alma, un odio que nunca había sentido. No sé de dónde vino, pero estaba ahí, y me precipité sobre la ardilla. Alzó la vista demasiado tarde. Me tendría que haber
descubierto mucho antes para poder seguir viviendo. Cuando lo hizo, ya me tenía
encima. Estaba sobre esa ardilla y no le di oportunidad de escapar. Fui implacable.
Mis mandíbulas se cerraron sobre ella, partiéndole el espinazo. Mis dientes
desgarraron su piel y, ya muerta, la sacudí, por si acaso, hasta que escuché que su
pescuezo se quebraba. Entonces me la comí. La abrí con los colmillos, los incisivos,
y sentí su sangre, rica, caliente. Bebí su vida y comí sus entrañas y pulvericé sus
huesos y me los tragué. Le aplasté el cráneo y me zampé su cabeza. Devoré a esa
ardilla. Debía hacerlo. Echaba tanto de menos a Eve que ya no podía ser humano ni
sentir el dolor como lo sienten los humanos. Tenía que volver a ser un animal.
Devoré, zampé, tragué, hice todas las cosas que no tendría que haber hecho. Que
tratara de vivir según los cánones humanos no le había servido de nada a Eve; me
comí la ardilla por Eve.
Dormí entre los matorrales. En un momento dado, desperté y salí de allí. Había
vuelto a la normalidad. Denny me encontró y no me dijo nada. Me llevó al coche. Me
tumbé en el asiento trasero y volví a dormirme al instante. Dormí con el sabor de la
sangre de la ardilla que acababa de asesinar en la boca. Y soñé con las cornejas.
Las perseguía; las atrapaba; las mataba. Lo hacía por Eve.
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El arte de conducir bajo la lluvia
RastgeleEnzo sabe que no es como los demás perros. Él es un pensador de alma casi humana. A través de los pensamientos de Enzo, que en la víspera de su muerte hace balance de su vida y rememora todo lo que han pasado él y sus amos, se desarrolla una histori...