A la mañana siguiente, apenas me podía mover. Tenía el cuerpo tan dolorido que no
me pude ni levantar. Denny tuvo que venir a buscarme, porque normalmente me
levanto enseguida y lo ayudo con el desayuno. Yo tenía ocho años, dos más que Zoë,
aunque me sentía más su tío que su hermano mayor. Y, aunque era demasiado joven
como para sufrir de artritis en la cadera, eso era exactamente lo que me ocurría.
Artritis degenerativa producida por displasia de la cadera. Era una dolencia
desagradable, sí; pero en cierto modo, era un alivio tener que concentrarme en mis
propias dificultades más que centrarme en otras cosas que me preocupaban. Para ser
precisos, que Zoë estuviese en poder de los Gemelos.
Yo era muy joven cuando me di cuenta de que había algo anormal en mis caderas.
Pasé mis primeros meses de vida corriendo y jugando con Denny, sólo nosotros dos,
de modo que no tuve mucha oportunidad de compararme con otros perros. Cuando
tuve edad suficiente como para frecuentar los parques para perros, me di cuenta de
que el hecho de que me resultara más cómodo mantener juntas las patas traseras al
andar era un evidente indicio de un defecto en mis caderas. Lo último que hubiese
querido era ser tomado por un anormal, así que me entrené para caminar de un modo
que ocultara mi defecto.
Cuando maduré y el cartílago protector del extremo de mis huesos se desgastó,
como suele ocurrir, el dolor se hizo más intenso. Pero aun así, procuré ocultar mi
problema y no quejarme. Quizá me parezco más a Eve de lo que estoy dispuesto a
admitir, pues desconfío inmensamente del mundo de la medicina. Así que, para evitar
un diagnóstico que indudablemente habría acelerado mi fin, encontré maneras de
compensar mi incapacidad.
Como dije, no conozco el origen de la desconfianza de Eve ante la medicina. El
motivo de mi recelo, en cambio, es muy claro. Cuando yo era un cachorro de no más
de una semana o dos de vida, el hombre alfa de la granja de Spangle me presentó a
uno de sus amigos. El amigo me puso sobre su regazo y me acarició, palpando
detenidamente mis patas delanteras.
—No será difícil quitarlos —le dijo al hombre alfa.
—Yo lo sujeto —dijo el hombre alfa.
—Necesitará anestesia, Will. Tendrías que haberme llamado la semana pasada.
—No voy a derrochar mi dinero en un perro, doctor —dijo el hombre alfa—.
Corta.
Yo no tenía ni idea de qué estaban hablando. El hombre alfa me sujetó
firmemente el torso. El otro, el «doctor», me agarró la pata derecha y, con unas
brillantes tijeras que relucían al sol, me amputó el espolón de esa extremidad. Mi
pulgar derecho. El dolor, un dolor insoportable, inmenso, se propagó por mi cuerpo.
Era sangriento, horrible, y gemí. Pugné por librarme con todas mis fuerzas, pero el
hombre alfa me tenía agarrado tan estrechamente que apenas me permitía respirar.
Entonces, el doctor me tomó la pata izquierda y, sin un instante de vacilación, me
cortó el pulgar. Clic. Recuerdo más eso que el dolor. El sonido. Clic. Tan fuerte.
Después, sangre por todas partes. El dolor fue tan intenso que me dejó débil y
tembloroso. Después, el doctor me aplicó un ungüento en las heridas y me las vendó
estrechamente, mientras me susurraba al oído:
—El que no paga por un poco de anestesia local para sus cachorros es un maldito
avaro.
¿Veis? Por eso desconfío de ellos. El que corta sin anestesia porque no se la pagan
es un maldito avaro.
Al día siguiente del entierro de Eve, Denny me llevó al veterinario, un hombre
delgado con olor a heno y profundos bolsillos llenos de golosinas. Me palpó las
caderas y traté de contener mis quejidos. Pero no pude evitarlos cuando oprimió
ciertos puntos. Hizo su diagnóstico, me recetó un antiinflamatorio y dijo que no podía
hacer más, a no ser que, algún día, en el futuro, me sometiera a una cara cirugía para
reemplazar mis partes defectuosas.
Denny le dio las gracias. Subimos al coche para regresar a casa.
—Tienes displasia de cadera —me dijo.
De haber tenido dedos, me los hubiese metido en los oídos hasta reventarme los
tímpanos. Cualquier cosa para no oírlo.
—Displasia de cadera. —Lo decía meneando la cabeza con aire de incredulidad.
Yo también moví la cabeza. Sabía que el diagnóstico marcaba el comienzo de mi
fin. Quizá fuera lento. Sin duda sería gradual. El veterinario se encargaría de marcar
los hitos del proceso. Lo visible se vuelve inevitable. El coche va a donde van los
ojos. Fuera cual fuese el trauma que hizo que Eve desconfiara de la medicina, yo sólo
presencié sus consecuencias: le fue imposible desviar la vista del lugar que otros le
indicaron que mirara. Es raro que alguien, ante un veredicto de enfermedad terminal,
se niegue a aceptarlo y escoja otro camino. Pensé en Eve, y en la prontitud con que
aceptó la muerte desde el momento en que los que la rodeaban lo hicieron. Pensé en
mi propio fin. En esa muerte que, dicen casi todos, está llena de sufrimiento y dolor.
Y traté de desviar la mirada.
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El arte de conducir bajo la lluvia
RandomEnzo sabe que no es como los demás perros. Él es un pensador de alma casi humana. A través de los pensamientos de Enzo, que en la víspera de su muerte hace balance de su vida y rememora todo lo que han pasado él y sus amos, se desarrolla una histori...