Pasé casi toda la jornada en el taller con los que reparan los coches, porque a los
propietarios de la agencia no les gusta que me quede en el vestíbulo, donde los
clientes me puedan ver.
Yo conocía a todos los del taller. No iba a trabajar muy a menudo, pero sí lo
suficiente como para que todos me conocieran y pretendieran tomarme el pelo tirando
algún hierro para que lo recogiese, y, cuando me negaba a hacerlo, comentaran qué
inteligente soy. Uno de los técnicos, Fenn, era especialmente simpático. Cada vez que
pasaba junto a mí, preguntaba: «¿Ya terminaste?». Al principio, yo no entendía de
qué hablaba. Pero al fin comprendí que era porque Craig, uno de los propietarios del
taller, se pasaba todo el tiempo preguntándoles a los técnicos cuándo terminarían con
los trabajos que tenían entre manos, y que Fenn no hacía más que transmitir la
pregunta al único que tenía menos jerarquía que él. Yo.
—¿Ya terminaste?
Ese día me sentía extrañamente ansioso, de un modo muy humano. La gente
siempre se preocupa por lo que va a pasar. Suelen encontrar difícil quedarse
inmóviles, ocupando el ahora sin preocuparse por el después. Por lo general, las
personas no están conformes con lo que tienen. Les preocupa mucho qué van a tener.
Los perros podemos influir sobre nuestra propia conciencia y hacer más lento nuestro
mecanismo anticipatorio, como David Blaine cuando busca batir el récord de
contener la respiración en el fondo de una piscina. No hace más que cambiar el ritmo
al que percibe el mundo que lo rodea. En un día canino normal, puedo quedarme
sentado sin hacer nada durante horas sin esfuerzo alguno. Pero ese día estaba ansioso.
Me sentía nervioso y preocupado, incómodo e inquieto. Daba vueltas y vueltas, sin
encontrar un lugar cómodo. Aunque la sensación no me agradaba, me daba cuenta de
que probablemente se tratara de una consecuencia natural de la evolución de mi alma;
así que hice cuanto pude por aceptarla.
Una de las puertas del taller estaba abierta, y una llovizna pegajosa nublaba el
aire. Aunque llovía, Skip, el barbudo grandote y ocurrente, lavaba prolijamente los
vehículos que estaban listos para ser retirados por sus dueños.
—Lo que ensucia no es la lluvia, es la suciedad. —Lo decía para sí. Es lo que se
dice en Seattle cuando toca lavar el coche y el tiempo es malo. Estrujó la esponja y
un río de agua jabonosa corrió por el parabrisas de un perfectamente cuidado BMW
2002 verde inglés. Yo, echado en el umbral con la cabeza apoyada en las patas
delanteras, lo veía trabajar.
Parecía que el día no terminaría nunca, hasta que apareció un coche patrulla de la
policía de Seattle. Dos agentes se bajaron de él.
—¿Quieren que les lave el coche, caballeros? —les preguntó Skip.
La pregunta pareció confundirlos. Intercambiaron una mirada.
—Está lloviendo —dijo uno de ellos.
—La lluvia no ensucia —replicó Skip, alegre—. Lo que ensucia es la suciedad.
Los policías lo miraron con una expresión extraña, como si pensaran que tal vez
les estuviese tomando el pelo.
—No, gracias —dijo uno.
Franquearon la puerta y entraron en el vestíbulo.
Abrí con el hocico la puerta de vaivén que separaba el taller de la oficina y los
seguí. Me metí detrás del mostrador, donde se encontraba Mike.
—Buenas tardes, agentes —le oí decir—. ¿Tienen algún problema con su coche?
—¿Es usted Dennis Swift? —preguntó un policía.
—No.
—¿Él está aquí?
Mike titubeó. Olí su repentina tensión.
—No sé si ha tenido que marcharse —contestó Mike—. Iré a ver. ¿Quién le digo
que lo busca?
—Tenemos una orden para arrestarlo —respondió uno de los policías.
—Veré si aún está por aquí.
Mike se volvió y tropezó conmigo.
—Enzo. No estorbes, amigo.
Nervioso, alzó la vista hacia los policías.
—El perro del taller. Siempre anda metiéndose entre las piernas de todo el
mundo.
Lo seguí hacia el fondo del local. Denny estaba frente al ordenador, guardando
los datos de los que habían llevado sus coches a reparar ese día.
—Den —dijo Mike—. Hay un par de polis con una orden de arresto.
—¿Para quién? —Denny hizo la pregunta, sin siquiera quitar la vista de la
pantalla ni dejar de teclear los datos de los formularios.
—Para ti. Para arrestarte a ti.
Denny dejó de teclear.
—¿Por qué? —preguntó.
—No me dieron detalles. Pero llevan uniforme del departamento de policía y no
tienen aspecto de impostores y, de todos modos, hoy no es tu cumpleaños, así que no
creo que se trate de una broma.
Denny se levantó y se dirigió al vestíbulo.
—Les dije que tal vez te hubieses marchado —continuó Mike señalando la puerta
trasera con el mentón.
—Te agradezco que lo hayas pensado, Mike. Pero si tienen una orden de arresto,
probablemente sepan dónde vivo. Iré a averiguar de qué se trata.
En fila india, los tres avanzamos por la oficina hasta llegar al mostrador.
—Soy Denny Swift.
Los policías asintieron con la cabeza.
—¿Puede salir de detrás del mostrador, señor? —preguntó uno de ellos.
—¿Qué es lo que pasa? ¿Pueden decirme de qué va todo esto?
Había seis o siete personas sentadas en el vestíbulo, a la espera de que les
entregaran sus recibos. Todas alzaron la mirada de sus papeles y revistas.
—Por favor, salga de detrás del mostrador —dijo el policía.
Denny vaciló durante un instante antes de obedecer.
—Tenemos una orden para arrestarlo —dijo un policía.
—¿Por qué? —preguntó Denny—. ¿Puedo verla? Debe de haber algún error.
El policía le dio a Denny unos papeles. Mi amigo y amo los leyó.
—Esto es una broma —dijo.
—No, señor. —El policía tomó los papeles—. Por favor, apoye las manos sobre el
mostrador y separe las piernas.
Craig, el jefe de Denny, salió de su despacho.
—Agentes —dijo, acercándose—. No creo que esto sea necesario. Y, si lo es,
pueden hacerlo fuera.
—Señor, ¡no se acerque! —El policía hablaba en tono severo, apuntando a Craig
con un largo dedo.
Craig tenía razón. Todo aquello parecía pensado para que fuese perjudicial para el
negocio. Estábamos en el vestíbulo de un lugar de trabajo. Había gente esperando sus
BMW, Mercedes y otros coches de lujo. No era necesario que la policía hiciese lo que
tenía que hacer delante de ellos. Eran clientes. Confiaban en Denny, ¿y ahora era un
delincuente? Lo que la policía hacía no estaba bien. Debía de haber una mejor manera
de hacerlo. Pero tenían armas de fuego y porras. Tenían gas lacrimógeno y pistolas
eléctricas. Y se sabe que los policías de Seattle suelen ponerse nerviosos con
facilidad.
Denny siguió sus instrucciones. Apoyó las manos sobre el mostrador y separó las
piernas. El policía lo cacheó a conciencia.
—Por favor, vuélvase y ponga las manos en la espalda —dijo el policía.
—No es necesario esposarlo —dijo Craig, airado—. ¡No se va a escapar!
—¡Señor! —gritó el policía—. ¡Silencio!
Denny se dio la vuelta y puso las manos como le indicaban. El policía lo esposó.
—Tiene derecho a permanecer en silencio. Todo lo que diga puede ser usado en
su contra...
—¿Cuánto tiempo llevará esto? —preguntó Denny—. Debo ir a buscar a mi hija.
—Le sugiero que lo haga otra persona —dijo el otro policía.
—Puedo ir yo, Denny —se ofreció Mike.
—No estás en la lista de personas autorizadas.
—¿A quién llamo?
—Se le designará un abogado...
—Telefonea a Mark Fein —dijo Denny, desesperado—. Su número está en el
ordenador.
—¿Entiende usted los derechos que acabo de leerle?
—¿Necesitas que pague tu fianza? —preguntó Craig—. Cualquier cosa que
necesites...
—No tengo ni idea de lo que necesito —dijo Denny—. Llama a Mark. Tal vez él
pueda recoger a Zoë.
—¿Entiende usted los derechos que acabo de leerle?
—¡Sí, los entiendo! —respondió Denny, impaciente—. Los entiendo.
—¿Por qué te arrestan? —preguntó Mike.
Denny miró a los policías, que no dijeron nada. Esperaron a que Denny
respondiera a la pregunta. Sabían bien lo que hay que hacer para romper la resistencia
de un acusado. Lograr que confiese su propio crimen.
—Abuso en tercer grado —dijo Denny.
—Estupro criminal —aclaró uno de los policías.
—Pero no violé a nadie —alegó Denny—. ¿Quién está detrás de esto? ¿De qué
menor hablan?
Se produjo un largo silencio. Los que esperaban en el vestíbulo miraban,
fascinados. Denny estaba de pie ante todos ellos, con las manos esposadas a la
espalda. Todos veían que era un prisionero, que no podía usar sus manos, que no
hubiese podido conducir un coche. La atención se concentraba en los policías, con
sus camisas de color azul grisáceo, con hombreras, y sus negras pistolas, porras y
fundas de cuero pendientes del cinturón. Era todo un espectáculo. Todos querían
saber la respuesta a la pregunta: «¿Qué menor?».
—De la menor que violó —repuso secamente el policía.
Aunque me pareció despreciable, debo admitir que admiré su sentido de lo teatral.
Sin una palabra más, los policías se llevaron a Denny.
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El arte de conducir bajo la lluvia
De TodoEnzo sabe que no es como los demás perros. Él es un pensador de alma casi humana. A través de los pensamientos de Enzo, que en la víspera de su muerte hace balance de su vida y rememora todo lo que han pasado él y sus amos, se desarrolla una histori...