Se llamaba Eve y, al principio, sentí resentimiento por la manera en que cambió
nuestras vidas. Me fastidiaba la atención que Denny le prestaba a sus manos
pequeñas, a sus nalgas rollizas y redondeadas, a sus modestas caderas. La forma en
que contemplaba sus suaves ojos verdes, que asomaban por debajo de unos mechones
de cabello rubio y lacio muy a la moda. ¿Envidiaba yo su cautivadora sonrisa, que
compensaba todo lo que en ella hubiera podido considerarse no tan especial? Quizás.
Porque ella era una persona, y yo no. Era todo lo que yo no era. Yo, por ejemplo,
pasaba largos periodos sin cortarme el pelo ni bañarme; ella se bañaba a diario, y
tenía una persona dedicada a teñirle el cabello al gusto de Denny y nada más. Mis
uñas crecían demasiado y arañaban el suelo de madera; ella solía acicalar las suyas
con palitos y cortaúñas y limas para asegurarse de que mantuvieran la forma y el
tamaño adecuados.
La atención que prestaba a cada detalle de su apariencia también se reflejaba en
su personalidad. Era una organizadora increíble, meticulosa por naturaleza. Se pasaba
la vida haciendo listas y tomando notas de cosas que se debían hacer o buscar o
conseguir. A menudo se trataba de listas que llamaba «para mi amor» y que se
referían a Denny y a mí. Así que nuestros fines de semana estaban llenos de viajes al
Home Depot o de esperas en la cola del Centro de Residuos y Reciclado de
Georgetown. A mí no me gusta pintar habitaciones, reparar picaportes ni lavar
cortinas. Pero, al parecer, a Denny sí, porque cuanto más trabajo de ése le daba ella
para hacer, más prisa se daba él en terminar la tarea y recibir su recompensa, que, por
lo general, incluía muchos morreos y caricias.
Al poco tiempo de que ella se mudara a nuestro apartamento, se casaron en una
pequeña ceremonia, a la que asistimos un grupo de los amigos más íntimos de ambos
y la familia inmediata de Eve. Denny no tenía hermanos ni hermanas a los que
invitar, y explicó la ausencia de sus padres diciendo que simplemente no les gustaba
viajar.
Los padres de Eve les dejaron claro a todos los participantes que el lugar donde se
celebró la boda, una encantadora casita de playa en la isla Whidbey, pertenecía a unos
amigos que no se encontraban allí. Se me permitió participar sólo bajo reglas
estrictas: no podía andar libremente por la playa ni nadar en la bahía, pues de ello
podía resultar que los caros suelos de caoba se rayaran con arena pegada a mis patas.
Y me vi obligado a orinar y defecar en lugares muy precisos, cerca de los cubos de
reciclaje.
Cuando regresamos de Whidbey, noté que Eve circulaba por el apartamento con
más autoridad, y que se mostraba mucho más osada a la hora de mover o reemplazar
cosas: toallas, ropa de cama e incluso muebles. Había entrado en nuestras vidas y lo
había cambiado todo. Y aunque su intrusión me hacía desdichado, había algo en ella
que me impedía sentir verdadera rabia por su presencia. Creo que era su vientre
hinchado.
Había algo en el esfuerzo que le costaba tumbarse de costado para descansar tras
quitarse la blusa y la ropa interior, en el modo en que sus senos caían sobre el pecho
cuando se tendía en la cama. Me recordaba a mi madre a la hora de alimentarnos,
cuando suspiraba y se echaba, antes de presentarnos sus mamas. Era como si dijese:
«Esto es lo que uso para daros de comer. ¡Ahora, mamad!». Y aunque las atenciones
que Eve le prodigaba a su criatura no nacida me ponían celoso, no tenía razón. Ahora
me doy cuenta de que nunca le di un solo motivo para que me prodigara parecidos
cuidados. Tal vez lo que me dolía era que, aunque yo amaba la forma en que se
comportaba ahora que estaba encinta, sabía que nunca podría ser la fuente de sus
afectos como lo era su bebé.
Se dedicaba a la criatura incluso antes de que naciera. La tocaba a través de su
piel tensa. Le cantaba y bailaba con ella al son de la música del estéreo. Aprendió a
hacerla moverse mientras bebía zumo de naranja, cosa que hacía a menudo, pues me
explicó que aunque las revistas de salud decían que había que hacerlo por el ácido
fólico, ella y yo sabíamos que lo bueno era que la hacía dar patadas. Una vez me
preguntó si quería ver cómo se sentía. Sí que quería, de modo que apretó mi cara
contra su vientre después de beberse el ácido zumo y la sentí moverse. Creo que era
un codo que empujaba con perversidad, como un ser que quisiese salir de una tumba.
Me costaba imaginar exactamente qué ocurría detrás de la cortina, en el interior del
saco mágico de Eve, donde el cachorro se iba formando. Pero sabía que eso que
llevaba dentro era independiente de ella, y que tenía voluntad propia, y que se movía
cuando quería o cuando el ácido lo instaba a hacerlo, y que no se trataba, en fin, de
algo que ella controlase.
Admiro al sexo femenino. Las hacedoras de la vida. Debe de ser asombroso tener
un cuerpo que puede llevar otro ser vivo en su interior. (No tengo en cuenta, claro, el
caso de las tenias que he alojado en mis tripas, porque en realidad no cuentan como
otra vida. Son parásitos y, para empezar, no deberían haber estado ahí). La vida que
Eve llevaba en su interior era algo creado por ella. Por ella y por Denny. En aquellos
días yo anhelaba que el bebé se pareciese a mí.
Recuerdo el día en que el bebé llegó. Yo acababa de alcanzar la edad adulta, a los
dos años, según el calendario canino. Denny estaba en Daytona, Florida, para la
carrera más importante de su vida. Se había pasado todo el año buscando
patrocinadores, suplicando, rogando, acosando, hasta que tuvo suerte y dio con la
persona justa en el vestíbulo de hotel justo, quien le dijo:
—Tienes cojones, hijo. Llámame mañana.
Así fue como encontró su tan anhelado patrocinador y pudo comprarse una plaza en un Porsche 993 de competición para las 24 horas de Daytona.
Las carreras de resistencia no son para débiles. Se trata de cuatro pilotos que se
pasan seis horas cada uno al volante de un automóvil de carreras ruidoso, potente,
exigente y caro, en un ejercicio de destreza y coraje. Las 24 horas de Daytona, que se
transmiten en directo por televisión, son un evento tan impredecible como
emocionante. Que Denny hubiera logrado la oportunidad de participar en el mismo
año en que iba a nacer su hijo era una de esas coincidencias cuyas posibles
interpretaciones varían. A Eve la afligía lo poco adecuado del momento. Denny
estaba feliz porque su momento hubiese llegado, y sentía que tendría todo lo que
siempre deseara.
Pero es verdad que no era el momento oportuno. El mismo día de la carrera,
cuando aún faltaba una semana para la fecha de parto estimada, Eve tuvo
contracciones. Llamó a las comadronas, que invadieron nuestra casa, donde se
hicieron cargo de la situación. Esa noche, mientras sin duda Denny estaba
conduciendo en el circuito de Daytona y ganando la carrera, Eve estaba incorporada
en la cama, doblada en dos, asistida por dos regordetas damas que la sujetaban de los
brazos. Tras emitir un monstruoso bramido que pareció durar una hora, expulsó un
pequeño cuajarón sanguinolento de tejido humano, que pataleó convulsivamente
antes de echarse a berrear. Las señoras ayudaron a Eve a recostarse y depositaron la
cosita morada sobre su torso. La boca del bebé acabó encontrando el pezón de Eve y
se puso a mamar.
—¿Pueden dejarnos solas un minuto...? —alcanzó a decir Eve.
—Por supuesto —respondió una de las damas, dirigiéndose a la puerta.
—Ven con nosotras, perrito... —me dijo la otra, mientras salían.
—No —la interrumpió Eve—, puede quedarse.
¿Me podía quedar? A mi pesar, me sentí orgulloso por ser incluido en el círculo
íntimo de Eve. Las dos señoras se marcharon a ocuparse de lo que se tuvieran que
ocupar y yo contemplé fascinado cómo Eve amamantaba a su nuevo bebé. Al cabo de
unos minutos mi atención se desplazó de la primera comida del bebé al rostro de Eve,
y vi que lloraba, y me pregunté por qué.
Dejó caer su mano libre, y los dedos colgaron junto a mi morro. Dudé. No quise
dar por sentado que me estaba llamando. Pero entonces, sus dedos se movieron y
cuando me miró a los ojos, supe que eso era lo que hacía. Le toqué la mano con la
nariz. Puso los dedos en mi coronilla y me rascó, sin dejar de llorar ni de amamantar
al bebé.
—Ya sé que le dije que fuera al circuito —aseguró—. Ya sé que le insistí, ya lo
sé. —Las lágrimas le corrían por las mejillas—. ¡Pero cuánto me gustaría que
estuviese aquí!
Yo no sabía qué hacer, pero sí que no tenía que moverme. Ella me necesitaba.
—¿Prometes protegerla siempre? —preguntó.
No me lo preguntaba a mí. Se lo preguntaba a Denny, de quien yo no era más que
un sustituto. Aun así, sentí el peso de la responsabilidad. Entendía que, como perro,
nunca podría relacionarme con los humanos tanto como hubiera querido. Pero en ese
momento me di cuenta de que había algo que podía hacer. Les podía dar a las
personas que me rodeaban algo que necesitaban. Podía confortar a Eve durante la
ausencia de Denny. Podía proteger al bebé de Eve. Y aunque siempre ansiaría más,
había encontrado, en cierto modo, un punto de partida.
Al día siguiente Denny regresó de Daytona, Florida, de mal talante. Su ánimo
cambió en cuanto tuvo en brazos a su niñita, a quien llamaron Zoë, no por mí, sino
por la abuela de Eve.
—¿Ves a mi angelito, Enz? —me preguntó.
¿Si la veía? ¡Qué pregunta! ¡Prácticamente la había acompañado en su llegada al
mundo!
Consciente de que caminaba sobre una capa de hielo muy delgada, Denny se
conducía con mucha cautela desde su regreso. Maxwell y Trish, los padres de Eve,
estaban en la casa desde el nacimiento de Zoë, cuidando de su hija y de su nieta
recién nacida. Yo los llamaba los Gemelos, por lo parecidos que eran, con los
cabellos teñidos con un color del mismo tono artificial, y porque inevitablemente se
vestían con prendas que hacían juego: pantalones color caqui, o pantalones sueltos de
poliéster, siempre con suéteres o polos. Cuando uno se ponía gafas de sol, el otro
también lo hacía. Y lo mismo ocurría cuando se trataba de bermudas, que usaban con
calcetines que les llegaban a las rodillas. Y siempre olían a productos químicos:
plástico y potingues para el pelo con base de petróleo.
Desde que llegaron, los Gemelos se pasaban el día regañando a Eve por haber
tenido a su bebé en casa. Le dijeron que eso era poner en peligro la salud de la
criatura, y que en estos tiempos modernos era una irresponsabilidad tener un bebé en
cualquier lugar que no fuese uno de los hospitales más prestigiosos, con los médicos
más caros. Eve procuró explicarles que las estadísticas demuestran precisamente lo
contrario en el caso de madres saludables, y que cualquier señal de alarma habría sido
detectada de inmediato por el experto equipo de matronas tituladas, pero ellos no
cedían. Afortunadamente para Eve, la llegada de Denny significó que los Gemelos
dejaron de ocuparse de sus errores para concentrarse en los de él.
—Eso sí que es tener mala suerte. —Maxwell hablaba a Denny en la cocina.
Maxwell estaba feliz. Me di cuenta por su voz.
—¿Te devolverán algo de tu dinero? —preguntó Trish.
Denny estaba afligido, aunque no supe por qué hasta que, esa misma noche, más
tarde, vino Mike y ambos abrieron sus cervezas. Ocurrió cuando Denny estaba a
punto de comenzar su tercer turno al volante. El coche respondía bien y todo parecía
estar en orden. Iban segundos en su categoría, y a Denny no le costaría nada tomar la
cabeza cuando el sol se pusiera y llegara el momento de conducir de noche. Pero el
piloto encargado del segundo turno estrelló el vehículo contra el muro de contención
durante la tercera vuelta.
Chocó cuando un Daytona Prototype —un coche mucho más veloz que el de ellos
— se disponía a pasarlo. Primera regla de la conducción deportiva: jamás te apartes
para dejarle paso a nadie. Haz que ellos te tengan que pasar. Pero el conductor del
equipo de Denny se hizo a un lado y pisó las canicas, que es como se llama a los
fragmentos de caucho que se van desprendiendo de los neumáticos y que se acumulan
al borde de la pista. Pisó las canicas y la cola del auto se desequilibró, y se estrelló
contra el muro casi a la máxima velocidad, y el coche se deshizo en un millón de
pedacitos.
El conductor salió indemne, pero la carrera había terminado para el equipo. Y
Denny, que se había pasado un año trabajando para brillar en esta ocasión, se
encontró plantado en el campo, enfundado en el elegante traje de piloto que le habían
dado, cubierto de pies a cabeza con los logotipos de los patrocinadores, tocado con su
propio casco especial, que él había equipado con toda clase de dispositivos de
radiotransmisión y orificios de ventilación adaptados y de protección reforzada,
viendo cómo la oportunidad de su vida se había desviado malamente, y era sacada de
la pista, amarrada a un remolque y llevada al depósito de chatarra sin que él hubiese
conducido ni siquiera una vuelta.
—Y no te devuelven tu dinero —dijo Mike.
—Nada de eso me importa —dijo Denny—. Tendría que haber estado aquí.
—El parto se adelantó. No se pueden saber las cosas de antemano.
—Sí que se puede. Si haces las cosas bien, puedes.
—En cualquier caso —dijo Mike, alzando su botella de cerveza—, por Zoë.
—Por Zoë —se hizo eco Denny.
«Por Zoë —pensé—, a quien siempre protegeré».
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El arte de conducir bajo la lluvia
AléatoireEnzo sabe que no es como los demás perros. Él es un pensador de alma casi humana. A través de los pensamientos de Enzo, que en la víspera de su muerte hace balance de su vida y rememora todo lo que han pasado él y sus amos, se desarrolla una histori...