Capítulo 39

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Una vez, ese verano, Denny consiguió un trabajo de instructor en Spokane, y Mike,
nuestro supuesto intermediario intercontinental, les preguntó a los Gemelos si me
podían alojar durante el fin de semana. Aceptaron, pues se habían acostumbrado a mi
presencia en su casa, donde yo siempre me comportaba con la mayor dignidad. No
ensuciaba sus caras alfombras, nunca pedía comida, jamás babeaba cuando dormía.
Hubiese preferido ir a la academia de pilotaje con Denny, pero entendí que
contaba con que yo protegiese a Zoë. También, con que yo fuese una suerte de
representante suyo. Por más que no pudiera relatarle los detalles de mis visitas, creo
que el solo hecho de que las hiciera lo tranquilizaba.
Un viernes por la tarde, Mike me entregó al ansioso abrazo de Zoë. Enseguida me
hizo entrar en su dormitorio, donde jugamos a disfrazarnos. Decir que me sacrifiqué
por el equipo sería quedarme corto, dadas las increíbles prendas que me vi obligado a
usar. Pero quien dice eso es mi ego. Lo cierto es que aceptaba mi papel de bufón en la
corte de Zoë y desempeñaba esa función de buena gana.
Esa noche, Maxwell me sacó a pasear antes de lo acostumbrado, instándome a
que «hiciera mis cosas». Cuando volví a entrar, me llevaron al dormitorio de Zoë,
donde ya habían instalado mi cama. Al parecer, había pedido que durmiese con ella,
no ante la puerta trasera ni, tiemblo al pensarlo, en el garaje. Me acurruqué y no tardé
en dormitar.
Desperté al cabo de un rato. La luz estaba baja. Zoë seguía despierta y en
movimiento. Rodeaba mi cama con montones de sus animales de peluche.
—Te acompañarán —me susurró.
Parecían ser cientos. De todas las formas y tamaños. Me rodeaban ositos y jirafas,
tiburones y perros, gatos, aves y serpientes. Ella seguía trabajando y yo mirando hasta
que quedé convertido en un minúsculo atolón del océano Pacífico. Los animales eran
mi arrecife de coral. Me pareció divertido y conmovedor que Zoë quisiera compartir
así sus animales conmigo. Me volví a dormir, sintiéndome protegido y a salvo.
Cuando desperté, más tarde por la noche, vi que el muro de animales que me
rodeaba había alcanzado una considerable altura. Aun así, pude cambiar de postura
para ponerme más cómodo. Pero al hacerlo, una visión aterradora me sacudió. Uno
de los animales, el de más arriba, me clavaba los ojos. Era la cebra.
La cebra sustituta. La que Zoë escogió para reemplazar al demonio que, tanto
tiempo atrás, se destripó a sí mismo en mi presencia. La horrible cebra del pasado.
El demonio había regresado. Y aunque la habitación estaba a oscuras, sé que vi un
brillo en sus ojos.
Como imaginarán, esa noche dormí poco. Lo último que quería era despertar
entre una carnicería de animales de peluche, sólo porque el demonio había vuelto. Me obligué a permanecer en vela, pero no podía evitar amodorrarme. Cada vez que abría
los ojos me encontraba con la mirada de la cebra. Como una gárgola encaramada en
lo alto de esa catedral de animales de peluche, me observaba. Los otros animales no
tenían vida. Eran juguetes. La única consciente era la cebra.
Estuve adormilado todo el día, pero hice cuanto pude por actuar normalmente, y
procuré recuperar el sueño perdido con breves siestas. Sin duda, a cualquiera que me
hubiese mirado le habría parecido contento. Pero lo cierto es que aguardaba la llegada
de la noche con ansiedad. Temía que la cebra volviera a atormentarme con su mirada
burlona.
Por la tarde, cuando, según su costumbre, los Gemelos sorbían su alcohol en el
jardín y Zoë veía la tele, dormité al sol. Los oí.
—Sé que es lo mejor —dijo Trish—. Pero aun así él me da pena.
—Es lo mejor —replicó Maxwell.
—Lo sé. Pero...
—Se propasó con una adolescente —dijo Maxwell en tono severo—. ¿Qué clase
de padre se aprovecha de una chica inocente?
Alcé la cabeza de la tibia madera del suelo del porche y vi que Trish lanzaba una
risita y meneaba la cabeza.
—¿De qué te ríes? —quiso saber Maxwell.
—Por lo que cuentan, ella no es muy inocente que digamos.
—¡Por lo que cuentan! —repitió Maxwell, sarcástico—. ¡Abusó de una
muchacha! ¡Eso es violación!
—Ya lo sé, ya lo sé. Sólo que el momento que ella escogió para decirlo es... una
gran coincidencia.
—¿Sugieres que se lo inventó?
—No —dijo Trish—. Pero ¿por qué Peter sólo nos lo dijo después de que te
quejaras amargamente de que nos sería imposible obtener la custodia de Zoë?
—Nada de eso me importa —contestó Maxwell—. Él no era lo suficientemente
bueno para Eve y tampoco lo es para Zoë. Y si es tan estúpido como para que lo
sorprendan con los pantalones bajados y el pito en la mano, te aseguro que yo no
dejaré de aprovechar la ocasión. Zoë tendrá una mejor infancia con nosotros. Tendrá
una mejor formación moral, mejor posición económica y una vida de familia mejor.
Y tú lo sabes, Trish. ¡Lo sabes!
—Lo sé, lo sé. —La mujer sorbía su líquido de color ámbar, en cuyo fondo se
ahogaba una cereza de un rojo brillante—. Pero él no es mala persona.
El tipo se acabó su copa antes de posarla bruscamente sobre la mesa de teca.
—Es hora de ocuparse de la cena —dijo, y entró.
Me quedé atónito. Yo también había notado la coincidencia, y tenía mis sospechas
desde el principio. Pero oír las palabras de Max, la frialdad de su tono, era otra cosa. Imagínate esto. Imagina que tu mujer muere de pronto a causa de un cáncer
cerebral. Imagina que sus padres te atacan sin piedad para obtener la custodia de tu
hija. Imagina que sacan provecho de acusaciones de abuso sexual contra ti. Que
contratan abogados caros e inteligentes porque tienen mucho más dinero que tú.
Imagina que te prohíben todo contacto con tu hija de seis años durante meses.
Imagina que limitan tus posibilidades de ganar dinero para sustentarte a ti, y, según
esperas, también a tu hija. ¿Cuánto tardaría en quebrarse tu voluntad?
No tenían ni idea de con quién estaban tratando. Denny no se arrodillaría ante
ellos. Nunca se daría por vencido. Jamás cedería.
Asqueado, los seguí a la casa. Trish comenzó sus preparativos y Maxwell tomó su
frasco de pimientos del refrigerador. En mi interior bullía una especie de oscuridad.
Mentirosos. Manipuladores. Para mí, habían dejado de ser personas. Eran los
Gemelos Malignos. Gente mala, horrible, traicionera, que se atiborraba de ardientes
pimientos para alimentar la bilis de sus tripas. Cuando reían, les brotaban llamas de
las narices. Esas personas no merecían vivir. Eran criaturas horribles, formas de vida
nitrogenadas que habitaban en los rincones más oscuros de los lagos más profundos,
donde la luz no llega y la presión lo aplasta todo, convirtiéndolo en arena.
Mi furia contra los Gemelos Malignos alimentó mi afán de venganza. Y no me
importaba nada recurrir a mi condición perruna para ejercerla.
Me acerqué a Maxwell mientras él se metía otro pimiento en la boca y lo
machacaba con los dientes de cerámica que se quita por la noche. Me senté frente a él
y alcé una pata.
—¿Quieres algo bueno? —De su tono se deducía que, evidentemente, estaba
sorprendido por mi actitud.
Ladré.
—Aquí tienes, chico.
Extrajo un pimiento del frasco y lo sostuvo junto a mi nariz. Era muy grande,
largo, de un verde artificial, y apestaba a sulfitos y nitratos. Un caramelo del diablo.
—No creo que los perros puedan comer eso —dijo Trish.
—A él le gustan —replicó Maxwell.
Mi primera idea fue tomar el pimiento y, con él, uno o dos dedos de Maxwell.
Pero ello hubiese creado verdaderos problemas, entre ellos, que me sometieran a una
eutanasia antes de que Mike tuviera tiempo de rescatarme. Así que no le mordí los
dedos. Sí tomé el pimiento. Sabía que me sentaría mal y que, a corto plazo, me
produciría incomodidades. Pero también sabía que éstas pasarían, dejando, sí, un
efecto secundario, que era lo que yo buscaba. A fin de cuentas, no soy más que un
perro estúpido, indigno hasta del desdén humano, sin suficiente criterio como para ser
responsable de mis funciones corporales. Un tonto perro.
Observé atentamente la cena, pues quería hacer ciertas constataciones. Los gemelos le dieron a Zoë un plato hecho a base de pollo cubierto de salsa cremosa. No
sabían que, aunque a Zoë le encantaba la pechuga de pollo, jamás la comía con salsa,
menos aún si contenía crema, cuya consistencia le desagradaba. Cuando no comió las
judías verdes de la guarnición, Trish le preguntó si prefería un plátano. Cuando Zoë
respondió en forma afirmativa, Trish le sirvió unas rodajas de plátano, que Zoë
apenas probó, pues estaban cortadas de cualquier manera y moteadas de puntos
marrones. Y Denny, cuando le preparaba un plátano, cuidaba de que todas las rodajas
tuviesen el mismo espesor y les quitaba todas las partes oscuras que encontraba.
¡Y estos agentes del mal, estos mal llamados abuelos, creían que Zoë estaría
mejor con ellos! ¡Ya! No se dedicaban ni un instante a pensar en el bienestar de Zoë.
Después de la cena, ni le preguntaron por qué no había comido su plátano. Le
permitieron dejar la mesa sin casi haber comido. Denny nunca lo habría hecho. Le
hubiese preparado algo que le gustara, y se habría asegurado de que comiese lo
suficiente como para que siguiese desarrollándose de modo saludable.
Mientras miraba, me enfurecía. Y, a todo esto, una repulsiva poción se cocinaba
en mis entrañas.
Cuando llegó la hora de sacarme, Maxwell abrió la puerta trasera y comenzó a
recitar su estúpida jaculatoria:
—¡Busca, chico! ¡Busca!
No salí. Lo miré y pensé en lo que estaba haciendo, en cómo destrozaba nuestra
familia, cómo desgarraba el tejido de nuestras vidas, lleno de ciega
autocomplacencia. Pensé en qué poco cualificados estaban Trish y él para ser tutores
de Zoë. Me acuclillé ahí mismo, en la casa, y evacué un inmenso chorro de diarrea
acuosa sobre su maravillosa, carísima, alfombra bereber de color lino.
—¿Qué haces? —me gritó—. ¡Perro malo!
Me volví y emprendí un alegre trote en dirección al dormitorio de Zoë.
«¡Busca, hijo de puta! ¡Busca!», dije mientras me alejaba. Pero, claro, no me oyó.
Mientras me acomodaba en mi arrecife de animales de peluche, oí a Maxwell
maldecir en voz alta y llamar a Trish para que limpiase mis excrementos. Miré a la
cebra, que seguía encaramada sobre su trono de animales sin vida, y le dediqué un
gruñido bajo, pero muy amenazador. Y el demonio entendió. Entendió que no debía
meterse conmigo esa noche.
Ni esa noche, ni en ninguna otra ocasión.

El arte de conducir bajo la lluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora