Me sacó de una camada de cachorros, una móvil masa entremezclada de patas, orejas,
rabos, detrás de un cobertizo, en un oloroso campo cerca de un pueblo del este de
Washington llamado Spangle. No recuerdo mucho del lugar del que vengo, pero sí
recuerdo a mi madre, una pesada labradora con colgantes mamas que oscilaban de un
lado a otro mientras mis hermanos y yo la perseguíamos por el patio. Lo cierto es que
nuestra madre no parecía sentir mucha simpatía por nosotros, y le daba más o menos
igual que nos alimentásemos o pasáramos hambre. Parecía aliviada cada vez que uno
de nosotros se marchaba. Sabía que así se libraba de una de las exigentes criaturas
que, entre gruñidos, la perseguían para consumirla a fuerza de mamar.
Nunca conocí a mi padre. Los de la granja le dijeron a Denny que era un cruce de
pastor con perro de aguas, pero no lo creo. Nunca vi un perro con ese aspecto en la
granja, y, aunque la mujer era agradable, el hombre alfa era un desgraciado, un mal
tipo que te miraba a los ojos y te mentía, incluso cuando le convenía más decir la
verdad. Hizo un pormenorizado discurso sobre la inteligencia relativa de las distintas
razas caninas. Creía firmemente que los más inteligentes eran los pastores y los
perros de aguas, lo cual los hacía más deseables, y valiosos cuando «se los cruzaba
con una labradora para darles temperamento». Puros cuentos. Todo el mundo sabe
que los pastores y los perros de aguas no son particularmente inteligentes. No piensan
por sí mismos. Responden y reaccionan. Especialmente los pastores de ojos azules de
Australia, esos que entusiasman tanto a la gente cuando atrapan lo que les lancen. Sí,
son vivos y rápidos, pero no piensan por sí mismos; lo suyo son las costumbres, los
comportamientos convencionales.
Estoy seguro de que mi padre fue un terrier. Porque los terrier saben resolver
problemas. Hacen lo que les ordenan, pero sólo si ello coincide con lo que querían de
antemano. Había un terrier así en la granja. Un airedale. Grande, marrón y negro,
rudo. Nadie se metía con él. No estaba con nosotros en el prado cerrado de detrás de
la casa. Vivía en el cobertizo que estaba al pie de la colina, donde los hombres iban a
arreglar sus tractores. Pero a veces subía a la colina y, cuando lo hacía, todos se
apartaban de su camino. En el campo se decía que era pendenciero y que el hombre
alfa lo mantenía separado porque era capaz de matar a cualquier perro que husmeara
cerca. Le arrancaba la piel del pescuezo a cualquiera por una mirada casual. Y cuando
había una perra en celo la montaba a conciencia, sin que le importara quién estuviese
mirando ni si a alguien le preocupaba que lo hiciese. A menudo me pregunto si él me
habrá engendrado. Mi color es marrón y negro, como el suyo, mi pelo es ligeramente
duro, y la gente suele preguntar si tengo sangre de terrier. Me gusta pensar que el
valor y la decisión están en mis genes.
Recuerdo que el día en que dejé la granja hacía calor. Todos los días eran calurosos en Spangle, y yo creía que el mundo era un lugar caluroso, porque no
conocía el frío. Nuca había visto la lluvia, ni sabía mucho acerca del agua. El agua
era eso que había en los baldes de donde bebían los perros mayores, y era eso que el
hombre alfa rociaba con una manguera en la cara de los perros que querían pelearse.
Pero el día en que llegó Denny era excepcionalmente caluroso. Mis compañeros de
camada y yo luchábamos como de costumbre cuando una mano se metió entre
nosotros y me agarró de la piel del pescuezo, y de pronto me encontré suspendido en
el aire.
—Éste —dijo un hombre.
Fue mi primer atisbo del resto de mi vida. Él era esbelto, con músculos largos y
duros. No era robusto, pero sí bien plantado. Tenía unos ojos azules glaciales y
penetrantes. Su pelo rizado y corto y la barba recrecida eran oscuros y duros como el
pelo de un terrier irlandés.
—El mejor de la camada —comentó la mujer del alfa. Era agradable; me
agradaba que nos tuviese en su suave regazo—. El más dulce. El más bonito.
—Pensábamos quedárnoslo —dijo el hombre alfa, que regresaba, con sus grandes
botas embarradas, de reparar una cerca junto al arroyo. Siempre decía lo mismo.
Vamos, yo apenas tenía doce semanas y ya había oído esa frase montones de veces.
La usaba para sacar más dinero.
—¿Está dispuesto a desprenderse de él?
—Si pagas lo que vale. —El hombre alfa hablaba mirando al cielo, de un azul que
el sol volvía pálido, con sus ojos entornados—. Si pagas lo que vale.
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El arte de conducir bajo la lluvia
De TodoEnzo sabe que no es como los demás perros. Él es un pensador de alma casi humana. A través de los pensamientos de Enzo, que en la víspera de su muerte hace balance de su vida y rememora todo lo que han pasado él y sus amos, se desarrolla una histori...