Capítulo 20

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Como soy un perro, no me informaban mucho. No se me permitía ir al hospital y oír
las conversaciones en voz baja, los diagnósticos, pronósticos, análisis, ver al doctor,
con su gorro azul y su bata azul, susurrando que lo sentía, revelando los indicios que
todos deberían haber notado, hablando de los misterios del cerebro. Nadie confiaba
en mí. Nadie me consultaba. Sólo se esperaba de mí que hiciera mis necesidades
fuera cuando me sacaban y que dejara de ladrar cuando me decían que me callara.
Eve pasó largo tiempo en el hospital. Semanas. Como Denny tenía tantas
ocupaciones, cuidarnos a Zoë y a mí, además de visitar a Eve en el hospital cuando se
lo permitían, decidió que lo mejor que podía hacer era establecer una rutina, más que
vivir de forma casi improvisada, como acostumbrábamos hasta entonces. Mientras
que antes él y Eve a veces llevaban a Zoë a comer a un restaurante, ahora siempre lo
hacíamos en casa. Mientras que antes Denny llevaba con frecuencia a Zoë a
desayunar a una cafetería, sin Eve, ahora siempre desayunaban en casa. Los días
consistían en una serie de eventos idénticos: Zoë comía sus cereales, mientras Denny
le preparaba el almuerzo que se llevaría, consistente en un bocadillo de mantequilla
de cacahuete y plátano en pan integral, patatas fritas, los bizcochos buenos y una
botellita de agua. Luego, Denny dejaba a Zoë en la colonia de veraneo antes de ir a
trabajar. Cuando terminaba su jornada laboral, la recogía y, una vez de regreso en
casa, preparaba la cena mientras Zoë veía la tele. Después de la cena, Denny me daba
mi comida y luego llevaba a Zoë a visitar a Eve. Cuando regresaban, la bañaba, le
leía un cuento y la mandaba a dormir.
Denny también se ocupaba de los asuntos pendientes, como pagar las facturas o
discutir con el seguro médico acerca de los gastos que excedían la cobertura, los
plazos de pago y cosas así. Pasaba buena parte de los fines de semana en el hospital.
No era una forma muy emocionante de vivir. Pero era eficiente. Y, dada la gravedad
de la dolencia de Eve, ser eficientes era lo más a lo que podíamos aspirar. Mis paseos
eran escasos, mis visitas al parque inexistentes. Denny y Zoë me hacían poco caso.
Pero yo estaba dispuesto a sacrificarme en aras del bienestar de Eve y de la
preservación de la dinámica familiar. Me juré a mí mismo que no les causaría
problemas de ningún tipo.
Cuando transcurrieron dos semanas de esta rutina, Maxwell y Trish se ofrecieron
a llevarse a Zoë el fin de semana para darle un respiro a Denny. Le dijeron que se le
veía cansado, que debía aflojar un poco el ritmo, y Eve estuvo de acuerdo.
—No quiero verte este fin de semana —le dijo, o al menos eso nos contó él a Zoë
y a mí. Al verlo preparar la maleta de Zoë, me di cuenta de que sus sentimientos
respecto a esa idea eran ambivalentes. No quería separarse de Zoë. Pero lo hizo, y él
y yo nos quedamos solos. Y fue de lo más raro.
Hicimos todas las cosas que solíamos hacer. Salimos a correr. Pedimos pizza a
domicilio para el almuerzo. Pasamos una tarde viendo la fantástica película Le Mans,
en la que Steve McQueen soporta el dolor y la tragedia, poniendo a prueba su
resistencia personal. Miramos uno de los vídeos de Denny, que mostraba una
filmación tomada desde el coche de uno de los competidores en la inmensa pista de
Nürburgring, el circuito de carreras alemán, con sus veintidós kilómetros, ciento
setenta y cuatro curvas y la célebre Nordschleife o rotonda norte, surcada en su
momento por titanes como Jackie Stewart y Jim Clark. Después, Denny me llevó al
parque para perros, que estaba a pocas calles de casa, donde me tiró la pelota para
que se la trajera. Pero nuestra energía no era la adecuada ni siquiera para un juego tan
sencillo. Un perro rodeado de oscuridad la tomó conmigo, y buscaba mi garganta con
sus colmillos cada vez que me movía. De modo que no podía recuperar la pelota de
tenis y me vi obligado a quedarme todo el tiempo a la vera de Denny.
Nada parecía funcionar como debía. La ausencia de Eve y Zoë lo empañaba todo.
Faltaba algo en todo lo que hacíamos. Después de la cena, nos quedamos sentados en
la cocina, haciendo tiempo. No teníamos otra cosa que hacer. Porque, aunque
cumplíamos con todos los movimientos de nuestras actividades habituales, lo
hacíamos sin alegría alguna.
Al fin, Denny se levantó. Me sacó, y oriné para darle el gusto. Me dio mis
habituales galletas de la hora de ir a dormir y me dijo:
—Pórtate bien.
Añadió:
—Tengo que ir a verla.
Lo seguí hasta la puerta. Yo también quería ir a verla.
—No —me dijo—. Quédate aquí. No te dejarán entrar en el hospital.
Entendí. Me fui a mi cesta y me eché.
—Gracias, Enzo. —Dicho eso, se marchó.
Regresó unas horas después, en medio de la oscuridad, y se metió en la cama en
silencio. Se estremeció un poco, pues las sábanas estaban frías. Alcé la cabeza y me
vio.
—Se pondrá bien —me dijo—. Ella se pondrá bien.

El arte de conducir bajo la lluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora