Pasaron horas antes de que Denny regresara, y lo hizo solo. Me dejó salir, y apenas
tuve tiempo de levantarme antes de descargar un torrente de orina sobre el pie del
farol más cercano.
—Disculpa, chico —dijo—. No es que me haya olvidado de ti.
Cuando terminé, abrió un paquete de galletas de mantequilla de cacahuete, que
debía de haber comprado en una máquina expendedora. Son las que más me gustan.
Es por la sal y la mantequilla de las galletas, mezcladas con la grasa de los
cacahuetes. Intenté comer poco a poco, saboreando cada bocado, pero estaba
demasiado hambriento y me las tragué con tanta prisa que apenas noté el sabor. Qué
desperdicio, gastar algo tan maravilloso en un perro. A veces odio ser lo que soy.
Nos quedamos sentados en el bordillo durante un largo rato, sin hablar ni nada.
Parecía alterado, y yo sabía que, cuando lo está, lo mejor que puedo hacer es
quedarme con él. Así que me tumbé a su vera y esperé.
Los aparcamientos son lugares extraños. Las gentes adoran a sus coches cuando
conducen, pero se apresuran a alejarse de ellos cuando se detienen. A las personas no
les gusta quedarse mucho tiempo en un coche aparcado. Creo que es porque temen
que vayan a pensar mal de ellos. Las únicas personas que se quedan en sus coches
aparcados son los policías o los que acechan a alguien. A veces también los taxistas,
pero, por lo general, sólo mientras comen. Pero yo puedo pasarme horas en un coche
aparcado sin que a nadie le llame la atención. Es curioso. ¿Y si estuviese acechando a
alguien? Y en ese aparcamiento de hospital, con su asfalto tan negro, tibio como un
jersey que alguno se acabara de quitar, con sus líneas tan blancas, pintadas con
meticulosidad quirúrgica, la gente detenía sus coches y salía a escape de ellos.
Corrían hasta el edificio. O se escabullían de él y entraban en los vehículos y se
marchaban a toda prisa, sin ajustar sus espejos retrovisores, ni estudiar el camino de
salida, como si estuviesen huyendo.
Denny y yo nos quedamos allí mucho tiempo, mirando a los que iban y venían,
sin hacer otra cosa que respirar. No necesitábamos conversar para comunicarnos. Al
cabo de un tiempo, un coche aparcó junto a nosotros. Era hermoso, un Alfa Romeo
GTV de 1974, verde pino, descapotable en origen, como nuevo. Mike salió
lentamente y caminó hasta nosotros.
Lo saludé y me dio una distraída palmadita en la cabeza. Se acercó a Denny y se
sentó en el lugar del bordillo que yo había ocupado. Traté de mostrar un poco de
alegría, porque el ambiente era definitivamente sombrío, pero Mike me apartó cuando
quise apoyarle el hocico.
—Te agradezco esto, Mike —dijo Denny.
—Faltaría más. ¿Dónde está Zoë?
—El padre de Eve la llevó a su casa y la acostó.
Mike asintió. El ruido de los grillos era más fuerte que el de la cercana carretera
interestatal 405, pero no mucho. Nos quedamos escuchando el concierto de grillos,
viento, hojas, coches y ventiladores del techo del hospital.
Sé por qué seré una buena persona. Porque escucho. Como no puedo hablar,
escucho muy bien. Nunca interrumpo, nunca desvío el curso de la conversación con
un comentario propio. Si te fijas, verás que las personas alteran constantemente el
rumbo de las conversaciones de los demás. Es como si quien fuese en el asiento del
pasajero te quitara el volante de las manos y te obligase a meterte por una calle
lateral. Por ejemplo, podría ocurrir que estuviésemos en una fiesta y yo quisiera
contarte la historia de cómo fui a recuperar una pelota de fútbol del jardín de un
vecino y me vi obligado a saltar a la piscina porque su perro me persiguió, y yo me
pusiese a relatar la anécdota y tú, al oír las palabras «fútbol» y «vecino» en la misma
frase, me interrumpieras para decirme que de niño eras vecino del famoso futbolista
Pelé. Entonces, yo, para ser cortés, te haría una pregunta, como, digamos, Pelé jugó
para el Cosmos de Nueva York, ¿te criaste en Nueva York? Y quizá responderías que
no, que te criaste en Brasil, en las calles de Três Coraçoes con Pelé, y yo tal vez diría
que creía que provenías de Arkansas, y tú contestarías que originalmente no y
pasarías a hacerme un resumen de tu genealogía. Así que mi apertura conversacional
inicial, que tenía el propósito de contar la historia divertida acerca de cómo me
persiguió el perro del vecino, se perdería por completo, y sólo porque tú quisiste
hablarme de Pelé. ¡Aprende a escuchar! Te lo suplico. Intenta pensar que eres un
perro como yo y escucha a la gente, en lugar de querer reemplazar sus anécdotas con
las tuyas.
Esa noche escuché, y oí.
—¿Cuánto tiempo la tendrán en el hospital? —preguntó Mike.
—Quizá ni siquiera hagan una biopsia. Tal vez entren y lo quiten directamente.
Maligno o no, está causando problemas. Los dolores de cabeza, las náuseas, las
alteraciones de ánimo.
—¿De veras? —bromeó Mike—. ¿Alteraciones de ánimo? Entonces, quizá mi
cónyuge también tenga un tumor.
Fue una broma bienintencionada, pero Denny no estaba para bromas esa noche.
Dijo en tono severo:
—No es un tumor, Mike. Es una masa. Hasta que no lo analicen no puede decirse
si es o no un tumor.
—Lo siento —dijo Mike—. Sólo quise... lo siento. —Me dio una palmada—. Es
realmente duro. Si yo fuera tú, me estaría subiendo por las paredes.
Denny se irguió. Lo más que pudo, que no era mucho. No era muy alto. Estaba
hecho para la Fórmula 1. Bien proporcionado y fuerte, pero pequeño. Un peso mosca. —Es justo lo que me pasa. Me estoy subiendo por las paredes —dijo.
Mike asintió con aire pensativo.
—No lo parece. Supongo que eso es lo que te hace tan buen conductor. —Yo lo
miré. Eso era precisamente lo que estaba pensando.
—¿Podrías pasar por casa a buscar sus cosas?
Denny sacó su llavero y seleccionó algunas llaves.
—Su comida está en la alacena. Dale una taza y media. Come tres de esas galletas
de pollo por la noche. Llévate su cesta de dormir, está en el dormitorio. Y lleva su
perro. Dile: «¿Dónde está tu perro?», y lo buscará. A veces lo esconde.
Separó la llave de la casa y se la tendió a Mike.
—Es la misma para las dos cerraduras —dijo.
—No habrá problema —dijo Mike—. ¿Quieres que te busque y te traiga alguna
ropa?
—No. Iré por la mañana y, si tengo que quedarme aquí, haré una maleta.
—¿Necesitarás las llaves?
—Eve tiene las suyas.
No dijeron nada más. Sólo se oían los grillos, el viento, el tráfico, los
ventiladores, una sirena lejana.
—No hace falta que te contengas —dijo Mike—. Puedes desahogarte. Estamos en
un aparcamiento.
Denny se miró los pies, calzados con las viejas botas que usaba cuando salía de
excursión. Quería un par nuevo. Yo lo sabía porque me lo dijo, pero no quería gastar
tanto dinero, y creo que tenía la esperanza de que alguien le regalase un par para su
cumpleaños o las navidades o algo así. Pero nadie lo hacía. Tenía cien pares de
guantes de conducir, pero a nadie se le ocurrió nunca regalarle un nuevo par de botas.
Yo sé escuchar.
Alzó la vista hacia Mike.
—Era por esto por lo que ella no quería venir al hospital.
—¿Qué? —preguntó Mike.
—Esto era lo que temía.
Mike asintió con la cabeza, aunque era evidente que no entendía de qué hablaba
Denny.
—¿Qué harás con tu carrera de la semana que viene?
—Llamaré a Johnny mañana y le diré que ya no correré esta temporada —dijo
Denny—. Debo estar aquí.
Mike me llevó a casa para buscar mis cosas. Me sentí humillado cuando me
preguntó: «¿Dónde está tu perro?». No quería admitir que dormía con un animal de
peluche. Pero lo hacía. Amaba a ese perro, y Denny tenía razón, lo escondía durante
el día, porque no quería que Zoë lo incorporara a su colección y, además, porque cuando la gente lo veía quería jugar a disputármelo y no me gusta que anden dando
tirones de mi perro. Encima, le temía al virus que había poseído a la cebra.
Pero recuperé el perro del escondite de debajo del sofá, regresamos al Alfa de
Mike y fuimos a su casa. Su esposa, que en realidad no era una esposa, sino un
hombre que parecía una esposa, le preguntó cómo le había ido, pero Mike apenas le
contestó y se sirvió una copa.
—Ese tipo —dijo Mike— está tan tenso que va a tener un aneurisma o algo así.
La esposa o esposo de Mike tomó el perro, que yo había dejado en el suelo.
—¿También tenemos que quedarnos con esto? —preguntó.
—Mira —Mike suspiró—, todos necesitamos algo que nos dé confianza. ¿Qué
tiene de malo?
—Hiede —dijo su esposa—. Lo lavaré.
¡Y lo metió en la lavadora! ¡A mi perro! Tomó el primer juguete que me regaló
Denny y lo metió en la lavadora... ¡con jabón! No podía creerlo. Me quedé azorado.
¡Nunca nadie había tratado así a mi perro!
Lo miré por la ventana transparente de la máquina mientras daba vueltas y más
vueltas entre la espuma. Ellos se reían de mí. No con maldad. Sólo como si pensaran
que soy un perro estúpido. Todos lo creen. Se reían y yo miraba y, cuando salió, lo
pusieron en la secadora junto a una toalla, mientras yo esperaba. Y cuando quedó
seco, lo sacaron y me lo dieron. Quien lo sacó fue Tony, la esposa de Mike. Cuando
me lo entregó estaba calentito, y dijo:
—Mucho mejor, ¿no?
Quise detestarlo. Quise detestar al mundo. Quise detestar a mi perro, al tonto
animal de peluche que Denny me dio cuando era cachorro. Estaba furioso porque
nuestra familia había sido despedazada repentinamente. Zoë con los Gemelos. Eve
enferma en el hospital, yo en un hogar ajeno, como un niño adoptado. Y ahora, mi
perro despojado de su olor. Quería alejarme de todo e irme con mis ancestros a
Mongolia, al más alto de los desiertos, y allí cuidar a ovejas y corderos de los lobos.
Cuando Tony me tendió el perro, lo apresé con la boca, sólo para no faltarle al
respeto. Me lo llevé a mi cesta, porque eso era lo que Denny hubiese querido. Y me
enrosqué junto a él.
Y ¿sabéis qué fue lo más gracioso? Me gustó.
Me gustó más mi perro de peluche limpio que hediondo, lo que nunca hubiera
imaginado. Al menos tenía algo a que aferrarme. Que me permitía creer que el núcleo
de nuestra familia no podía quebrarse por obra de un azar, por un lavado accidental,
una enfermedad inesperada. Había un vínculo en lo más hondo del corazón de nuestra
familia. Nos unía a Denny, a Zoë, a Eve, a mí e incluso a mi perro de peluche.
Aunque lo que nos rodeaba cambiara, nosotros siempre estaríamos juntos.
![](https://img.wattpad.com/cover/103921861-288-k540503.jpg)
ESTÁS LEYENDO
El arte de conducir bajo la lluvia
AlteleEnzo sabe que no es como los demás perros. Él es un pensador de alma casi humana. A través de los pensamientos de Enzo, que en la víspera de su muerte hace balance de su vida y rememora todo lo que han pasado él y sus amos, se desarrolla una histori...