Pocas cosas me gustan más que un buen paseo bajo la llovizna de Seattle. No me
agrada la pesadez de la verdadera lluvia; me agrada la neblina, la sensación de gotas
diminutas en el morro y las pestañas. La frescura del aire, repentinamente cargado de
ozono y de iones negativos. Una lluvia intensa puede anular los olores, mientras que
la llovizna los intensifica; libera las moléculas, les da vida a los aromas y los lleva
por el aire hasta mis fosas nasales. Y por eso amo Seattle más que ningún otro lugar,
incluido el circuito de carreras de Thunderhill. Porque, aunque los veranos son muy
secos, una vez que comienza la estación húmeda, es raro que pase un día sin mi bien
amada llovizna.
Denny me sacó a pasear bajo la llovizna, y me encantó. Eve había muerto hacía
muy poco, pero desde ese momento yo me sentía encerrado, congestionado, agobiado
por pasar tantas horas con Denny en la casa, respirando el mismo aire rancio una y
otra vez. También Denny parecía anhelar algún cambio; en lugar de vestir, como de
costumbre, unos vaqueros, una camiseta y su impermeable amarillo, se puso unos
pantalones oscuros y su gabardina negra sobre un jersey de cachemira de cuello alto.
Nos dirigimos al norte, rumbo a Madison Valley y al Arboreto. Cuando al fin
pasamos la parte peligrosa, donde no hay acera y los coches van a mucha más
velocidad de la permitida, Denny me soltó.
Esto es algo que me encanta hacer: correr por un campo de hierba húmeda que no
haya sido cortada recientemente. Me gusta con locura correr, manteniendo el morro
cerca del suelo, de modo que la hierba y las gotas de agua me cubran la cara. Me
imagino que soy una aspiradora que absorbe olores, vida, alguna brizna de hierba
estival. Me recuerda mi infancia en la granja de Spangle. Allí no había lluvia, pero sí
hierba y campos por los que corría.
Ese día, corrí y corrí. Y Denny caminaba, avanzando sin detenerse. Llegamos al
punto donde generalmente damos la vuelta, pero siguió adelante. Cruzamos el puente
peatonal y llegamos a Montlake. Denny me puso la correa, cruzamos una calle
importante ¡y nos encontramos en un nuevo parque! También me encantó, aunque era
distinto.
—Interlaken —dijo Denny, soltándome.
Interlaken. Este parque no estaba compuesto de campos llanos. Era una cañada
llena de vueltas y recodos, plagada de enredaderas, matas, hierbajos, cubierta por el
dosel que formaba el ramaje de árboles altísimos. Era maravilloso. Mientras Denny
avanzaba por el sendero, yo me precipité ladera abajo, escondiéndome en los
matorrales, jugando a que era un agente secreto, o corriendo tan deprisa como podía
entre los obstáculos, sintiendo que era un depredador como los de las películas, que Caminamos y corrimos por ese parque durante mucho tiempo. Yo daba cinco
pasos por cada uno de los de Denny, y terminé por quedar agotado y sediento.
Dejando el parque, salimos a un barrio desconocido para mí. Denny se detuvo en un
bar para tomarse una taza de café. Me trajo agua, en una taza de papel, lo que hacía
difícil beberla, pero aun así aplaqué mi sed.
Y seguimos caminando.
Siempre me agradó la actividad, en especial caminar con Denny, mi compañero
preferido, y sobre todo bajo la llovizna. Pero debo admitir que para ese momento
estaba bastante cansado. Llevábamos más de dos horas de paseo, y, tras una caminata
como ésa, me agrada regresar a casa y que me den una juguetona friega con la toalla
antes de tenderme a dormir una larga siesta. Pero no hubo siesta. Seguíamos andando.
Reconocí la Avenida Quince cuando llegamos, y conozco bien el parque de los
Voluntarios. Pero me sorprendió que entráramos en el cementerio de Lake View. Por
supuesto que conocía la importancia del cementerio de Lake View, aunque nunca
había estado allí. Lo había visto en un documental sobre Bruce Lee. Está sepultado en
él, junto a su hijo Brandon, quien fue un actor maravilloso hasta su prematura muerte.
Sentí mucho lo de Brandon Lee, porque cayó víctima de la maldición familiar y
también porque la última película que hizo fue El cuervo, un título poco feliz para
una película poco feliz, basada en un tebeo escrito por alguien que evidentemente no
tenía una idea clara de cómo son en realidad los cuervos y las cornejas. Pero ése es
otro tema. Entramos en el cementerio pero no buscamos las tumbas de Bruce y
Brandon Lee, esos dos excelentes actores. Buscábamos otra cosa. Seguimos el
camino empedrado con dirección norte, rodeamos la colina central y llegamos a una
estructura temporal en forma de toldo, bajo la cual se refugiaban muchas personas.
Todos iban bien vestidos, y aquellos que no estaban bajo el toldo se protegían de
la llovizna con sus paraguas. Enseguida vi a Zoë.
Ah. La bombilla se encendió al fin. Está encendida o no lo está. Denny se había
vestido así para aquel acontecimiento.
Nos acercamos a la gente, que parecía ligeramente desorganizada; se
arremolinaban, con su atención colectiva fragmentada. La ceremonia aún no había
comenzado.
Nos acercamos más, y entonces, de pronto, alguien se desprendió del grupo. Un
hombre. Después otro, y otro más. Los tres vinieron hacia nosotros.
Uno era Maxwell. Los otros, los hermanos de Eve, cuyos nombres yo no conocía,
porque era raro que se hiciesen ver.
—No eres bienvenido aquí —dijo el suegro, severo.
—Es mi esposa —replicó Denny con tranquilidad—. La madre de mi hija.
Y ahí estaba la hija. Zoë vio a su padre. Lo saludó con la mano y él le devolvió el
saludo.—No eres bienvenido aquí —repitió Maxwell—. Vete inmediatamente o llamo a
la policía.
Los dos hermanos se irguieron en belicosas poses.
—Te gusta llamar a la policía, ¿verdad? —preguntó Denny.
Maxwell lo miró con sorna.
—Te lo advertí —dijo.
—¿Por qué haces esto?
Maxwell se le acercó tanto que violaba su espacio personal.
—Nunca fuiste bueno con Eve —dijo—. Y después de lo que le hiciste a Annika
jamás te confiaría a Zoë.
—Esa noche no ocurrió nada...
Pero Maxwell ya le había dado la espalda.
—Por favor, acompañad al señor Swift a la salida. —Dio la orden a sus dos hijos
antes de alejarse.
En la distancia, vi que Zoë, incapaz de seguir conteniéndose, se levantaba de su
asiento y corría hacía nosotros.
—Largo —ordenó uno de los hombres.
—Es el entierro de mi mujer —dijo Denny—. Me quedo.
—Fuera de aquí. —El que ahora habló dio un leve puñetazo a Denny en las
costillas.
—Pégame si quieres —dijo Denny—. No me defenderé.
—¡Violador de menores! —El cuñado insistía, y le dio un empujón. Denny ni se
movió. Un hombre que conduce un coche de mil kilos de peso a trescientos
kilómetros por hora no le teme al graznido de los gansos.
Zoë llegó hasta donde estábamos y saltó a los brazos de Denny. Él la alzó en el
aire, y apoyándosela en la cadera, le besó la mejilla.
—¿Cómo está mi bebé? —preguntó.
—¿Cómo está mi papi? —respondió ella.
—Me las arreglo. —Volviéndose al hermano que acababa de empujarlo, le dijo—:
Disculpa, no entendí lo que dijiste. Tal vez podrías repetirlo delante de mi hija.
El hombre dio un paso atrás y en ese momento apareció Trish. Se interpuso entre
Denny y sus hijos. Les dijo que se marcharan antes de volverse a Denny.
—Por favor —suplicó—. Entiendo por qué estás aquí, pero no es el modo de
hacerlo. Realmente me parece que deberías marcharte. —Titubeó un instante antes de
seguir hablando—. Lo lamento. Debes de sentirte muy solo.
Denny no respondió. Lo miré y vi que tenía los ojos llenos de lágrimas. Zoë
también lo notó y se puso a llorar con él.
—Llorar es bueno —dijo la niña—. La abuela dice que llorar ayuda porque lava
el dolor.
Denny y Zoë se miraron largamente. Luego, él suspiró con tristeza.
—Ayuda a los abuelos a ser fuertes, ¿de acuerdo? Tengo que ocuparme de
algunos asuntos importantes. Cosas de mami. Debo hacerlas y luego nos reuniremos.
—Lo sé —dijo ella.
—Te quedarás un tiempo más con los abuelos, hasta que yo lo resuelva todo, ¿de
acuerdo?
—Me dijeron que tal vez me quede con ellos un tiempo más.
—Sí —comentó él en tono abatido—. A los abuelos se les da bien planear las
cosas con antelación.
—Podemos negociar —dijo Trish—. Sé que no eres mala persona...
—No hay nada que negociar —dijo Denny.
—Con el tiempo, te darás cuenta de que esto es lo mejor para Zoë.
—¡Enzo! —Zoë pareció entusiasmarse al verme debajo de ella. Se soltó del
abrazo de Denny y me tomó del pescuezo—. ¡Enzo!
La alegría de su saludo me sorprendió y me halagó, así que le lamí el rostro.
Trish se acercó a Denny.
—Debías de echar terriblemente de menos a Eve —le susurró—. Pero
aprovecharse de una chica de quince años...
Denny se enderezó abruptamente, alejándose de ella.
—Zoë —dijo—. Enzo y yo iremos a verlo todo desde un lugar especial. Vamos,
Enzo.
Se inclinó y la besó en la frente antes de marcharse.
Zoë y Trish miraban mientras nos alejábamos. Seguimos camino por la senda
circular hasta llegar a la cumbre de una baja colina. Allí, protegidos por los árboles de
la leve lluvia que caía, vimos lo que ocurría. Los asistentes, de pie, atentos. El
hombre que leía de un libro. La gente que ponía rosas sobre el ataúd. Los coches que
se marcharon, llevándose a todo el mundo.
Nos quedamos. Esperamos a que vinieran los encargados de desmontar la tienda.
También acudieron otros, que bajaron el ataúd a la fosa con una suerte de grúa.
Nos quedamos. Vimos cómo los hombres, con una pequeña excavadora, echaban
tierra sobre ella. Esperamos.
Cuando todos se fueron, bajamos de la colina y, de pie ante la sepultura, lloramos.
Nos arrodillamos, lloramos y tomamos puñados de tierra, abrazamos el túmulo,
sintiendo su última partícula, lo último de ella que podíamos aferrar. Lloramos.
Y al fin, cuando ya no pudimos hacer más, nos levantamos. Iniciamos el largo
camino de regreso a casa.
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El arte de conducir bajo la lluvia
RandomEnzo sabe que no es como los demás perros. Él es un pensador de alma casi humana. A través de los pensamientos de Enzo, que en la víspera de su muerte hace balance de su vida y rememora todo lo que han pasado él y sus amos, se desarrolla una histori...