Capítulo 16

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Las semanas pasaban a toda prisa, como si llegar al otoño fuese lo más importante del
mundo. No había tiempo de demorarse festejando los logros, que los hubo: Denny
obtuvo su primera victoria en Laguna, a comienzos de junio, logró subir al podio —
fue tercero— en Atlanta y quedó octavo en Denver. La semana pasada con el grupo
de mecánicos en Sonoma sirvió para que el equipo funcionase en forma óptima, y
ahora toda la responsabilidad descansaba sobre los hombros de Denny. Y sus
hombros eran anchos.
Ese verano, cuando nos reuníamos en torno a la mesa a la hora de cenar, había
algo de que hablar. Trofeos. Fotos. Repeticiones televisivas de las carreras, ya tarde,
por la noche. De pronto, había gente que venía de visita, se quedaba a cenar. No sólo
Mike, el del trabajo —donde no tenían problemas en adaptarse a la loca agenda de
Denny—, sino también otros. Derrike Hope, el veterano corredor del circuito
NASCAR. Chip Hanauer, que figuraba en el Salón de la Fama de los Deportes
Motorizados. Hasta conocimos a Luca Pantoni, una figura muy importante en la sede
de Ferrari en Maranello, Italia, que estaba visitando a Don Kitch Jr., el instructor de
carreras más importante de Seattle. Nunca violé mi regla respecto al comedor. Tengo
demasiada integridad. Pero os aseguro que me quedaba en el umbral. Para estar más
cerca de tanta grandeza, dejaba que mis uñas sobrepasaran la línea. Aprendí más
sobre las carreras en esas pocas semanas que en todos los años que me pasé mirando
vídeos y la televisión; oír al venerable Ross Bentley, entrenador de campeones, hablar
de cómo se respira, ¡cómo se respira!, fue absolutamente impresionante.
Zoë no dejaba de parlotear. Siempre tenía algo que decir, algo que mostrar. Se
sentaba en las rodillas de Denny, absorbiendo con sus ojazos cada palabra de la
conversación, y en el momento apropiado declaraba alguna verdad que él le había
enseñado. «En los tramos rápidos, que tus manos vayan lento, en los lentos, que
vayan rápido», o algo por el estilo, y todos esos grandes hombres se quedaban
adecuadamente asombrados. Yo me enorgullecía de ella en tales momentos. Ya que
no podía impresionar a esos profesionales con mis conocimientos del tema, al menos
lo hacía de forma indirecta, a través de Zoë.
Eve estaba contenta otra vez. Tomaba clases de algo llamado «yoga», recuperó
tono muscular y a menudo alertaba a Denny sobre las necesidades de su campo fértil,
a veces con gran urgencia. También su salud mejoró mucho, inexplicablemente. Ya
no sufría náuseas ni dolores de cabeza. Pero, curiosamente, la mano herida le seguía
dando quehacer y a veces se ponía una venda para protegerla cuando cocinaba. Aun
así, los sonidos que salían del dormitorio indicaban que sus manos todavía eran lo
suficientemente flexibles y ágiles como para hacerlos muy felices a Denny y a ella.
Pero toda cumbre tiene su valle. La siguiente carrera de Denny era fundamental, porque si terminaba en un buen puesto, se consolidaría como novel del año. En esa
carrera, en el Circuito Internacional de Phoenix, Denny se salió de la pista en la
primera curva.
Ésta es una regla de las carreras: ninguna carrera se gana en la primera curva.
Muchas se pierden ahí.
Quedó atrapado en un mal lugar. Uno que trataba de pasarlo frenó al llegar a la
curva. Los neumáticos no funcionan si no están girando. El que procuraba pasarlo
derrapó y rozó la rueda delantera izquierda de Denny, desbaratando la alineación de
su coche. Quedó tan torcido que andaba casi de costado por la pista, lo que le hacía
perder segundos a cada vuelta.
Alineación, derrape, roce: meras palabras. Sólo son términos que utilizamos para
explicar los fenómenos que nos rodean. Lo que importa no es cómo explicamos el
evento, sino el evento mismo y su consecuencia, que fue que el coche de Denny se
averió. Terminó la carrera, pero terminó JUL. Así dijo él cuando me lo contó. Una
nueva categoría. Existe la NC: no comenzó. Hay NT: no terminó. Y ahora, existía
JUL: jodido último lugar.
—No parece justo —dijo Eve—. Fue culpa del otro conductor.
—Si hubo culpa de alguien, fue mía —replicó Denny—. Por estar donde no
debía.
Ya le había oído decir eso: enfadarse con el otro conductor por un accidente en la
pista no tiene sentido. Debes estar atento a los competidores que te rodean,
comprender sus habilidades, confianza y niveles de agresividad, y actuar en
consecuencia. Debes saber a quién tienes a tu vera. En última instancia, tú eres la
causa de cualquier problema que surja, pues eres responsable del lugar donde estás y
de lo que allí ocurre.
Pero, culpable o no, Denny estaba desolado. Zoë estaba desolada. Eve estaba
desolada. Yo estaba destruido. Habíamos estado tan cerca de la grandeza. La
habíamos olido, y olía a cerdo asado. A todos les gusta el aroma a cerdo asado. Pero
¿qué es peor, oler el asado y no comerlo o nunca llegar a olerlo?
Agosto fue caluroso y seco, y toda la hierba del vecindario estaba marrón,
marchita. Denny se pasaba el día haciendo cuentas. Según sus cálculos, aún existía
una posibilidad matemática de que terminara entre los diez primeros de la serie o
incluso de salir designado novel del año. Cualquiera de esas dos opciones garantizaría
que pudiese seguir corriendo el año siguiente.
Estábamos sentados en el porche trasero, disfrutando del sol de la tarde. El aroma
de los bizcochos de avena recién horneados por Denny llegaba de la cocina. Zoë
corría bajo el chorro del aspersor. Denny le acariciaba suavemente la mano a Eve,
dándole vida. Yo estaba tumbado sobre las tablas del suelo, imitando tan bien como
me era posible a una iguana. Absorbía todo el calor solar que podía, con la esperanza de que templara mi sangre lo suficiente como para pasar el invierno, que
probablemente, como suele ocurrir cuando los veranos de Seattle son calurosos, fuese
áspero, oscuro y glacial.
—Tal vez no deba ocurrir —dijo Eve.
—Pasará cuando tenga que pasar —objetó Denny.
—Pero nunca estás aquí cuando estoy ovulando.
—Acompáñame la semana próxima. A Zoë le encantará. Nos alojaremos en algún
lugar que tenga piscina. Y puedes venir a ver la carrera.
—No puedo asistir a la carrera —dijo Eve—. Ahora no, quiero decir. Me
encantaría poder, de verdad. Pero me he estado sintiendo bien, ¿sabes? Y... tengo
miedo. En las carreras hay mucho ruido y hace calor, y huele a caucho y a gasolina, y
las radios emiten ondas estáticas, y todos hablan a gritos. Podría producirme... una
mala reacción.
Denny sonrió y suspiró. Hasta Eve se las compuso para sonreír.
—¿Entiendes? —preguntó.
—Sí —respondió Denny.
Yo también entendía. Todo lo referido a la pista. Los sonidos, los olores. La
energía, el calor de los motores. La oleada eléctrica cuando el presentador anuncia la
próxima carrera. La loca expectación cuando los coches arrancan, el imaginarse las
posibilidades, tratar de intuir qué estará ocurriendo en otra parte del circuito cuando
se pierden de vista, hasta que al fin regresan a la línea de salida y llegada, en un orden
totalmente distinto a aquel en que partieron. La aceleración en las rectas, la pugna en
las curvas, que pueden invertirlo todo otra vez. Para Denny y para mí, era un
alimento que nos daba vida. Pero yo entendía muy bien que lo que nos colmaba de
energía podía ser tóxico para otros, en particular para Eve.
—Podríamos usar la manga de ponerle el relleno al pavo. —Denny habló, y Eve
se rió como no la había oído reír en mucho tiempo—. Te dejaría lo necesario para un
puñado de bebés. Guárdala en el congelador. —Eso la hizo reír aún más. No entendí
la broma, pero a Eve le parecía desternillante.
Se levantó y entró en la casa. Al cabo de un momento, reapareció con la manga
de rellenar en la mano. La estudió con una perversa sonrisa, acariciándola.
—Mmm... No estaría mal.
Rieron juntos y miraron hacia el patio. Yo también lo hice, y los tres
contemplamos a Zoë, cuyo cabello mojado se le adhería a los hombros en relucientes
rizos. Llevaba un biquini infantil y tenía los pies bronceados. Corría en círculos en
torno al aspersor, y sus chillidos y risas resonaban por las calles del Distrito Central.
Era alegría pura.

El arte de conducir bajo la lluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora