Cada una de las cosas que decían tenía sentido, pero, en mi opinión, el conjunto no
terminaba de encajar. Fue una tarde que Denny me llevó cuando fue al hospital a
visitar a Eve, aunque no me dejaron entrar. Tras la visita, Zoë y yo esperamos en el
coche mientras Maxwell y Trish conferenciaban con Denny en la acera. Zoë estaba
inmersa en un libro de pasatiempos, de laberintos, juego que la encantaba. Yo
escuchaba atentamente la conversación. Los únicos que hablaban eran Maxwell y
Trish.
—Claro que tiene que haber una enfermera de guardia las veinticuatro horas.
—Se turnan...
—Se turnan, pero la que está de servicio se toma descansos cada tanto tiempo...
—Así que tiene que haber siempre alguien para ayudar.
—Y como nosotros nunca salimos...
—No tenemos adónde ir...
—Y tú tienes que trabajar.
—Así que es lo mejor.
—Sí, es lo mejor.
Denny asintió sin entusiasmo. Subió al coche y nos marchamos.
—¿Cuándo regresa mami a casa? —preguntó Zoë.
—Pronto —contestó Denny.
Cruzábamos el puente colgante.
—Mami se quedará un tiempo con los abuelos —dijo Denny—. Hasta que se
sienta mejor. ¿Te parece bien?
—Creo que sí —respondió Zoë—. ¿Por qué?
—Será más fácil para... —se interrumpió—. Será más fácil.
Pocos días después, un sábado, Zoë, Denny y yo fuimos a casa de Maxwell y
Trish. Habían instalado una cama en la sala de estar. Una gran cama de hospital que
subía y bajaba y se ladeaba y hacía toda clase de cosas cuando se tocaba un mando a
distancia, y que tenía un gran pie muy ancho, con un panel anotador. Venía con una
enfermera, una arrugada mujer de edad que tenía una voz que hacía que pareciese que
cantaba cuando hablaba y a quien no le gustaban los perros, aunque yo no podía
ponerle ninguna objeción. Enseguida, la enfermera se puso a expresar la
preocupación que yo le causaba. Para mi desazón, Maxwell estuvo de acuerdo y
Denny no prestaba atención, así que me sacaron al patio. Zoë vino en mi rescate.
—¡Viene mami! —me dijo.
Estaba muy excitada. Llevaba su vestido de madrás, que le gustaba por lo bonito
que era. Su entusiasmo era contagioso, así que me uní a él. Festejamos el regreso.
Zoë y yo jugamos; ella me tiró la pelota, yo hice gracias, y nos revolcamos juntos por la hierba. Era un día maravilloso. La familia volvía a estar junta. Se sentía que era
algo muy especial.
—¡Ahí viene! —Denny gritaba desde la puerta trasera, y Zoë y yo entramos a
toda prisa para verla. Esta vez me dejaron pasar. La primera en entrar en la casa fue la
madre de Eve, seguida de un hombre enfundado en pantalones azules y una camiseta
amarilla con algo escrito, que empujaba una silla de ruedas en la que iba sentada una
figura de ojos muertos, un maniquí en pantuflas. Maxwell y Denny levantaron la
figura y la pusieron en la cama y la enfermera la arropó y Zoë dijo:
—Hola, mami. —Todo esto ocurrió antes de que mi conciencia aprehendiera la
idea de que la figura no era un muñeco, un pelele para hacer prácticas, sino Eve.
Una gorra se le ceñía al cráneo. Tenía las mejillas hundidas, la piel amarillenta.
Alzó la cabeza y miró a su alrededor.
—Me siento como un árbol de Navidad —dijo—. En medio de la sala de estar,
rodeada de gente que espera algo. Pero no tengo regalos.
Risas incómodas de los espectadores.
Entonces, me miró.
—Enzo —me llamó—. Ven aquí.
Meneé la cola y me acerqué con cautela. No la había visto desde que ingresó en el
hospital y no estaba preparado para lo que vi. Me pareció que el hospital la había
dejado mucho más enferma que antes.
—No sabe qué pensar —dijo Denny.
—No tengas miedo, Enzo —me animó ella.
Dejó que su mano colgara junto a la cama y se la toqué con la nariz. Nada de todo
aquello me gustaba: el mobiliario nuevo, el aspecto laxo y triste de Eve, que la gente
la rodeara como si fuera un árbol de Navidad sin regalos. Nada parecía normal. De
modo que, aunque todos me estaban mirando, me escabullí hasta quedar detrás de
Zoë y allí me quedé, contemplando por la ventana el patio trasero moteado por el sol.
—Creo que lo ofendió verme enferma —dijo ella.
Yo no había querido expresar eso en absoluto. Mis sentimientos eran
complicados. Incluso hoy, después de vivirlos y reflexionar sobre ellos con tiempo,
me cuesta explicarlos con claridad. Lo único que pude hacer fue acercarme al lecho y
tenderme a su lado como un felpudo.
—A mí tampoco me gusta verme así —aseguró.
La tarde fue interminable. Al fin, llegó la hora de la cena. Maxwell, Trish y
Denny se sirvieron cócteles y los ánimos cambiaron de manera espectacular.
Apareció un álbum de fotos con imágenes de la infancia de Eve, y todos reían entre el
aroma a ajo y aceite que llegaba desde la cocina, donde Trish se afanaba. Eve se quitó
la gorra y nos asombramos ante su cabeza afeitada y sus grotescas cicatrices. Se
duchó con ayuda de la enfermera y, cuando emergió del cuarto de baño ataviada con uno de sus propios vestidos, no la bata de hospital, parecía casi normal, aunque había
algo oscuro detrás de sus ojos, una mirada de resignación. Trató de leerle un libro a
Zoë, pero dijo que le costaba enfocar las letras. Así que Zoë hizo cuanto pudo, que
era mucho, por leerle a Eve. Entré en la cocina, donde Denny volvía a conferenciar
con Trish y Maxwell.
—Realmente creemos que Zoë se debe quedar con nosotros —dijo Maxwell—,
hasta que...
—Hasta que... —Trish estaba parada frente a la cocina, de espaldas a nosotros.
Mucho de lo que se dice no se expresa en palabras. Una gran parte del lenguaje
consta de miradas, gestos y sonidos no verbales. La gente no se da cuenta de la vasta
complejidad de la manera en que se comunica. La manera robótica con que Trish
repetía las palabras «hasta que» revelaban todo su estado de ánimo.
—¿Hasta que qué? —preguntó Denny. Percibí la irritación en su voz—. ¿Cómo
sabes qué va a ocurrir? La dan por condenada aunque en realidad no saben.
Trish dejó caer la sartén sobre el fogón con un fuerte ruido y prorrumpió en
sollozos. Maxwell la abrazó. Miró a Denny.
—Denny, por favor. Es una realidad que debemos afrontar. El médico dijo de seis
a ocho meses. Fue muy preciso.
Trish se apartó de él y, sorbiéndose las lágrimas, se irguió.
—Mi bebé —susurró.
—Zoë no es más que una niña —prosiguió Maxwell—. Éste es un tiempo muy
valioso... es el único tiempo que le queda para pasar con Eve. No puedo imaginar...
no puedo imaginar durante siquiera un segundo que puedas tener alguna objeción.
—Siempre te preocupaste por los demás —añadió Trish.
Vi que Denny estaba en un brete. Había aceptado que Eve se quedase con
Maxwell y Trish, y ahora también querían a Zoë. Si se oponía, estaría separando a
una hija de su madre. Si aceptaba la propuesta, quedaría relegado a un margen. Se
convertiría en un extraño a su propia familia.
—Entiendo lo que decís... —aseguró Denny.
—Sabíamos que así sería —lo interrumpió Trish.
—Pero tendré que hablar con Zoë y ver qué quiere ella.
Trish y Maxwell se miraron, incómodos.
—No es posible que pienses seriamente en consultarle —resopló Maxwell—.
¡Tiene cinco años, por el amor de Dios...! ¡No puede...!
—Hablaré con Zoë para ver qué quiere —repitió Denny, firme.
Después de la cena, salió al patio con Zoë. Ambos se sentaron juntos en los
peldaños que subían por la ladera.
—A mami le gustaría que te quedaras aquí con ella y los abuelos —dijo—. ¿Qué
te parece?
Ella se quedó pensando.
—¿Qué te parece a ti? —preguntó.
—Bueno —contestó Denny—. Creo que tal vez sería lo mejor. Mami te extrañó
mucho y quiere pasar más tiempo contigo. Sólo sería una temporada. Hasta que
mejore y pueda regresar a casa.
—Ah —dijo Zoë—. ¿Seguiré tomando el autobús para ir a la escuela?
—Bueno —respondió Denny, pensativo—. Creo que no. Durante un tiempo. Me
parece que los abuelos te llevarán y te traerán. Cuando mami mejore y ambas
regreséis a casa, volverás a tomar el autobús.
—Ah.
—Yo vendré a visitarte todos los días —dijo Denny—. Y pasaremos juntos los
fines de semana, además de que, cada cierto tiempo, vendrás a quedarte conmigo.
Pero mami realmente quiere que estés aquí.
Zoë asintió con aire sombrío.
—Los abuelos también quieren que me quede.
Era evidente que Denny estaba alterado, pero lo ocultaba de un modo que yo
había supuesto que una niña pequeña no hubiese podido descubrir. Pero Zoë era
inteligente, como su padre. Aunque sólo tenía cinco años, entendía.
—No te preocupes, papi —dijo—. Sé que no me dejarás aquí para siempre.
Él sonrió y tomó la manita de su hija entre las suyas antes de besarla en la frente.
—Te prometo que no lo haré —dijo.
Así, estuvieron de acuerdo en que ella se quedaría, aunque ninguno de los dos
parecía del todo conforme.
Yo me maravillaba. Qué difícil debe de ser vivir como humano. Contener los
deseos todo el tiempo. Preocuparte por hacer lo correcto, no lo más fácil. Para ser
franco, en ese momento tuve serias dudas acerca de mi capacidad de comportarme
así. Me pregunté si lograría convertirme en humano, como quería.
Más tarde, cuando la noche ya finalizaba, me encontré a Denny sentado en un
sillón junto a la cama de Eve, tamborileando con los dedos, nervioso, sobre su propia
pierna.
—Esto es una locura —afirmó—. Yo también me quedo. Dormiré en el sofá.
—No, Denny —dijo Eve—. Estarás muy incómodo...
—He dormido en muchos sofás en mi vida. No hay problema.
—Denny, por favor...
Algo en el tono de su voz, en la expresión suplicante de sus ojos, hizo que él se
detuviera.
—Por favor, vete a casa —pidió ella.
Él se rascó la nuca y bajó los ojos.
—Zoë está aquí —dijo—. Tus padres también. Me dijiste que quieres que Enzo se quede aquí esta noche. Pero yo no. ¿Qué hice para merecerlo?
Ella suspiró profundamente. Estaba muy cansada y no parecía tener energías para
explicarle las cosas a Denny. Pero lo intentó.
—Zoë no se acordará —le contestó—. No me importa qué piensen mis padres. Y
Enzo... bueno, Enzo entiende. Pero no quiero que tú me veas así.
—¿Así, cómo?
—Mírame —dijo ella—. Tengo la cabeza afeitada. La cara de una vieja. El
aliento me huele como si estuviese podrida por dentro. Estoy fea...
—No me importa cómo estés ni lo que parezcas —respondió él—. Te veo. Veo
cómo eres de verdad.
—A mí sí me importa cómo se me ve. —Ella procuraba sonreír como la Eve de
antes—. Cuando te miro, me veo reflejada en tus ojos. No quiero estar fea frente a ti.
Denny se volvió como para que ella no se viese en sus ojos, como para ocultar los
espejos. Miró por la ventana al patio, iluminado por focos que lo bordeaban. Otras
luces colgaban de los árboles. Alumbraban nuestras vidas. Detrás de ellas, más allá
de la luz, estaba lo desconocido. Todo lo que no éramos nosotros.
—Regresaré mañana con las cosas de Zoë —dijo él, sin volverse.
—Gracias, Denny —respondió Eve, aliviada—. Puedes llevarte a Enzo. No
quiero que te sientas abandonado.
—No —repuso él—. Que Enzo se quede. Te echa de menos.
Denny se despidió con un beso, fue a arropar a Zoë y me dejó con Eve. Yo no
estaba seguro de por qué ella quería que me quedara, pero sí de por qué deseaba que
Denny se marchara. Era para que, cuando Denny se durmiera por la noche, soñara
con ella como era antes, no ahora; no quería que su presencia corrompiera la imagen
de ella que tenía su marido. No comprendía que Denny veía más allá de su condición
física. Se preparaba para la siguiente curva. Quizá, si ella hubiese tenido esa
capacidad, las cosas le habrían salido de otro modo.
La casa quedó en silencio y a oscuras. Zoë dormía. Max y Trish estaban en su
dormitorio. El resplandor de la tele irradiaba por debajo de la puerta. Eve yacía en su
cama en la sala de estar. En un rincón, la enfermera jugaba con su revista de enigmas
y crucigramas, en una de cuyas páginas resaltaban las palabras de un mensaje oculto.
Yo me quedé tumbado junto a la cama de Eve.
Más tarde, cuando Eve dormía, la enfermera me despertó hurgándome con un pie.
Alcé la cabeza y la vi llevarse el índice a los labios. Susurró que fuese un perro bueno
y la siguiera, cosa que hice. Cruzamos la cocina y el lavadero. Salimos al patio
trasero y abrió una puerta que daba al garaje.
—Entra —dijo—. No quiero que molestes a la señora Swift durante la noche.
La miré, desconcertado. ¿Molestar a Eve? ¿Por qué había de hacerlo?
Creyendo que mi titubeo era rebeldía, me agarró de la piel del pescuezo y me dio un tirón. Me metió en el garaje oscuro y cerró la puerta. Oí el roce de sus pantuflas.
Regresaba a la casa.
Yo no tenía miedo, aunque el garaje estaba muy oscuro.
No hacía mucho frío, ni era demasiado desagradable, si no te importa estar solo
en la oscuridad sobre un suelo de cemento que huele a aceite de motor. Estoy seguro
de que no había ratas, pues Maxwell mantenía limpio ese lugar, donde guardaba sus
caros vehículos. Pero era la primera vez que dormía en un garaje.
Las horas pasaban entre golpecillos, como chasquidos. Los producía un viejo
reloj eléctrico que había sobre el banco de trabajo que Maxwell nunca usaba. Era uno
de esos viejos relojes con los números en cuadraditos de plástico, que rotan en torno a
un eje, alumbrados por una pequeña bombilla. Era la única luz del ambiente. Cada
minuto, se oían dos chasquidos, el primero cuando el mecanismo liberaba el
cuadradito de plástico con el siguiente número, revelando la mitad del mismo, el
segundo, enseguida, cuando el cuadrado bajaba hasta el visor del dial y la cifra se
veía entera. Clic-clic, un minuto. Clic-clic, otro. Así pasé ese periodo de cautiverio,
contando chasquidos. Y pensando en las películas que he visto.
Mis actores preferidos son, en este orden: Steve McQueen y Al Pacino. Un
instante, una vida es una película tan subestimada como el trabajo de Pacino en ella.
Mi tercer favorito es Paul Newman, por la excelente manera en que maneja su coche
en El ganador, y porque es un piloto de carreras fantástico en la vida real y tiene un
equipo de la categoría Champ Car, y, finalmente, porque adquiere el aceite de palma
que vende de fuentes renovables en Colombia, salvando así de la tala grandes
extensiones de selva pluvial de Borneo y Sumatra. Mi cuarto actor preferido es
George Clooney, porque en los viejos episodios de Urgencias se muestra
especialmente hábil para curar a niños enfermos y porque sus ojos se parecen un poco
a los míos. En quinto lugar viene Dustin Hoffman, más que nada por lo mucho que
ayudó a la marca Alfa Romeo su actuación en El graduado. Pero Steve McQueen es
el primero y no sólo por Le Mans y Bullitt, dos de las mejores películas de
automóviles que nunca se hayan realizado. También por Papillon. Como soy un
perro, sé lo que es estar encerrado, pasar los días a la espera de que abran apenas un
momento la puerta corrediza para pasarte un cuenco de metal lleno de unas poco
nutritivas gachas.
Tras unas horas de esta situación de pesadilla, la puerta del garaje se abrió. Vi a
Eve, enfundada en su camisón, recortada por la luz encendida del exterior de la
cocina.
—¿Enzo? —preguntó.
No dije nada, pero salí de la oscuridad, feliz de volver a verla.
—Ven conmigo.
Me llevó de regreso a la sala de estar. Tomó un cojín del sofá y lo puso junto a su cama. Me dijo que me echara en él, y así lo hice. Luego, se metió en la cama y se
subió las sábanas hasta el cuello.
—Necesito que estés conmigo —dijo—. No vuelvas a marcharte.
¡Yo no me había ido! ¡Me raptaron!
Percibí que el sueño la embargaba.
—Necesito que estés aquí —continuó—. Tengo mucho miedo. Mucho miedo.
«No te preocupes», dije. «Estoy aquí».
Se echó de lado y me miró. Tenía los ojos empañados.
—Aguanta conmigo esta noche —me pidió—. Es lo único que necesito.
Protégeme. No dejes que ocurra esta noche, por favor, Enzo. Eres el único que me
puede ayudar.
«Lo haré», dije.
—Eres el único. No te preocupes por esa enfermera. Le he dicho que se vuelva a
su casa.
Miré al rincón. La anciana arrugada ya no estaba.
—No la necesito —aseguró—. Sólo tú puedes protegerme. Por favor. No permitas
que ocurra esta noche.
No dormí en toda la noche. Permanecí en guardia, a la espera de que el demonio
mostrase la cara. El demonio quería a Eve, pero para llegar a ella antes tenía que
pasar frente a mí, y yo estaba preparado. Me mantuve atento a cada sonido, cada
movimiento, cada cambio en la densidad del aire. Incorporándome o variando de
posición en silencio, le dejé claro al demonio que, si quería llevarse a Eve, antes
debía lidiar conmigo.
El demonio no vino. Por la mañana, los demás se despertaron y atendieron a Eve,
y yo, relevado de mi responsabilidad de custodio, pude dormir.
—Qué perro haragán —farfulló Maxwell cuando pasó junto a mí.
Entonces, sentí que Eve me acariciaba el pescuezo. —Gracias —dijo—. Gracias.
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El arte de conducir bajo la lluvia
AléatoireEnzo sabe que no es como los demás perros. Él es un pensador de alma casi humana. A través de los pensamientos de Enzo, que en la víspera de su muerte hace balance de su vida y rememora todo lo que han pasado él y sus amos, se desarrolla una histori...