Capítulo 12

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La afección de Eve era escurridiza e impredecible. Un día sufría un dolor de cabeza
de magnitud abrumadora. Otro, náuseas que la dejaban incapacitada. Un tercero
comenzaba con mareos y terminaba de un talante oscuro y airado. Y esos días nunca
eran consecutivos. Entre uno y otro pasaban incluso semanas, tiempo de alivio, en
que todo marchaba como de costumbre. Y de pronto Denny recibía una llamada y
corría a asistir a Eve, la buscaba en su trabajo y la traía a casa. Después, hacía que
algún amigo trajese el coche de Eve y se pasaba lo que quedaba de día mirándola,
impotente.
La naturaleza intensa y arbitraria del mal de Eve era totalmente incomprensible
para Denny. Los gemidos, los gritos incesantes, el caer al suelo entre espasmos de
angustia. Son cosas que sólo entienden perros y mujeres, porque ambos nos
conectamos directamente con la fuente del dolor, que es al mismo tiempo brillante,
brutal y nítido. Como metal fundido que brotara de una manguera. Podemos apreciar
su valor estético mientras todo su horror nos da en plena cara. Pero los hombres están
llenos de filtros, desvíos, procesos graduales. Para los hombres, todo es como con el
pie de atleta: dale el medicamento adecuado, dicen, y se irá. No se dan cuenta de que
la manifestación de su dolencia, el hongo que aparece entre sus velludos dedos de los
pies, no es más que un síntoma, un indicio de un problema de fondo. Un brote
bacteriano, por ejemplo, en sus intestinos, o alguna otra alteración del organismo. Al
suprimir el síntoma se obliga al mal a expresarse de forma más profunda en alguna
otra ocasión. Se agrava. Ve al médico, le decía él. Que te den algún remedio. Y ella le
respondía aullándole a la luna. Él nunca la entendió, como yo la entendía, cuando ella
le respondía que un medicamento sólo enmascararía el dolor, que no haría que se
fuera, y que eso no servía de nada. Él nunca la entendió cuando ella decía que, si iba
al médico, lo único que haría éste sería inventarse una enfermedad que explicara por
qué era imposible ayudarla. Y además, pasaba mucho tiempo entre un episodio y el
siguiente. Y eso alentaba sus esperanzas.
A Denny lo frustraba su impotencia, y, en ese aspecto, yo lo entendía muy bien.
Para mí, es frustrante no poder hablar. Sentir que hay muchas cosas que podría decir,
muchas maneras en las que podría ayudar. Pero estoy encerrado en una cabina
insonorizada, una unidad de aislamiento desde donde lo puedo ver y oír todo, pero en
la que nunca puedo hablar ni de la que puedo salir. Es como para volver loca a una
persona. Y ciertamente ha vuelto locos a muchos perros. Al perro bueno que nunca le
hizo mal a nadie, pero que un día le devoró el rostro a su amo, que dormía
profundamente bajo la influencia de unos somníferos. Ese perro no tenía ningún
problema, excepto que su mente terminó por quebrarse. Suena horrible, pero ocurre.
Sale constantemente en las noticias de la tele En cuanto a mí, he encontrado modos de eludir la locura. Practico, por ejemplo, el
arte de caminar como lo hacen los humanos. Trato de masticar lentamente, como los
humanos. Estudio la tele para ver cómo se comportan, para aprender cómo se
reacciona ante ciertas situaciones. En mi próxima vida, cuando renazca como
persona, seré prácticamente un adulto en el momento mismo en que salga del vientre
materno, gracias a lo mucho que me estoy preparando. Después, sólo deberé aguardar
a que mi nuevo cuerpo humano crezca y madure para poder descollar en todas las
disciplinas atléticas e intelectuales a las que espero dedicarme.
Denny conducía para escapar de la locura de su propio infierno insonorizado. No
podía hacer nada para aliviar la aflicción de Eve, y una vez que se dio cuenta de ello,
se comprometió a hacer lo mejor que pudiera todo lo demás.
En el fragor de la carrera, a veces les ocurren cosas a los coches. Se puede romper
un diente de un engranaje de transmisión, privando al conductor de todas sus
marchas. Quizá falle el embrague. O los frenos se ablanden al recalentarse. Se pueden
romper los amortiguadores. Cuando surge uno de estos problemas, el mal conductor
choca. El conductor normal se da por vencido. Los buenos siguen al volante. Dan con
una manera de seguir conduciendo a pesar del problema. Como en el Gran Premio de
Luxemburgo de 1989, cuando el irlandés Kevin Finnerty York ganó la carrera y
después reveló que había corrido las últimas doce vueltas con sólo dos marchas.
Dominar así una máquina es la prueba definitiva de habilidad, decisión y conciencia.
Hace que nos demos cuenta de que el aspecto físico del mundo sólo es un límite si
nuestra voluntad es débil. Un verdadero campeón puede lograr cosas que le
parecerían imposibles a una persona normal.
Denny redujo sus horas de trabajo para poder llevar a Zoë a la escuela infantil.
Por la noche, después de cenar, le leía cuentos y la ayudaba con sus números y sus
letras. Pasó a ocuparse de hacer todas las compras y de cocinar. Se hizo cargo de la
limpieza de la casa. Y lo hizo todo bien y sin quejarse. Quería aliviar a Eve de toda
carga, de toda tarea que le pudiera pesar. Pero lo que sus nuevas responsabilidades le
impedían era relacionarse con ella de la manera juguetona y físicamente afectuosa
que yo me había acostumbrado a ver. Le era imposible hacerlo todo. Estaba claro que
había decidido que su prioridad era cuidar el organismo de Eve. Lo cual, creo, fue la
decisión correcta, dadas las circunstancias. Porque me tenía a mí.
Veo el verde como gris. Para mí, el rojo es negro. ¿Eso me hace malo? Si me
enseñaran a leer y me dieran un sistema computerizado como el que alguien le dio a
Stephen Hawking, yo también podría escribir libros importantes. Pero nadie me
enseña a leer y nadie me da un mando de ordenador que pueda apretar con la nariz
para indicar la siguiente letra que quiero pulsar. Así que ¿de quién es la culpa de que
sea como soy?
Denny no dejó de amar a Eve. Sólo delegó en mí la tarea de darle amor. Me convertí en su representante en lo referente a dar amor y comprensión. Cuando Eve
enfermaba y él se hacía cargo de Zoë, llevándosela de la casa a ver alguna de las
muchas maravillosas películas de animación para niños que se hacen, para que no
oyera los gritos de dolor de su madre, yo me quedaba. Él confiaba en mí. Mientras
Zoë y él tomaban sus botellas de agua y las galletas especiales sin grasas
hidrogenadas que le compraba en el mercado bueno, me decía:
—Por favor, cuídala por mí, Enzo.
Y yo lo hacía. La cuidaba tumbándome junto a la cama, o si se había derrumbado
en el suelo, quedándome junto a ella. A menudo, me estrechaba con fuerza, me
apretaba contra su cuerpo, y, mientras lo hacía, me contaba cosas sobre el dolor.
—No puedo quedarme quieta. No puedo estar sola con esto. Necesito gritar y
debatirme, porque se va cuando grito. Cuando me quedo en silencio me encuentra,
me rastrea, me perfora y me dice: «¡Ahora te tengo! ¡Ahora eres mía!».
Demonio. Diablo. Duende. Espectro. Fantasma. Espíritu. Sombra. Ogro.
Estantigua. Trasgo. Las personas les temen, así que relegan su existencia a cuentos, a
libros que pueden cerrar y poner en el anaquel, o dejar en una habitación de hotel
después de leerlos; cierran los ojos con fuerza para no ver el mal. Pero créeme si te
digo que la cebra existe. En algún lugar, la cebra está bailando.
Por fin, llegó la primavera, después de un invierno excepcionalmente húmedo,
lleno de días grises y de lluvia y de un frío penetrante que no tenía nada de
rejuvenecedor. Durante el invierno, Eve comió poco y se puso pálida y macilenta. A
veces, cuando el dolor la atacaba, pasaba días enteros sin probar bocado. Nunca hacía
ejercicio, de modo que su delgadez, la piel floja sobre huesos frágiles, no daban una
impresión de vigor. Se iba consumiendo. Denny se preocupaba, pero Eve nunca hizo
caso a sus súplicas de que consultara a un médico. Sólo es un leve caso de depresión,
decía. Tratarían de darle píldoras y ella no quería píldoras. Y una noche, después de
la cena, que fue especial, aunque no recuerdo si se trataba de un cumpleaños o de un
aniversario, Denny apareció, inesperadamente, desnudo en el dormitorio, donde Eve
ya estaba desnuda en la cama.
Me pareció raro, porque hacía mucho que no se montaban ni jugaban. Pero ahí
estaban. Él se puso sobre ella y ella le dijo:
—El campo está fértil.
—En realidad no lo está, ¿no? —preguntó él.
—Sólo dilo —respondió Eve al cabo de un momento. Sus ojos, hundidos en las
órbitas y rodeados de piel hinchada, habían perdido brillo y ciertamente no daban una
impresión de fertilidad.
—¡Siembro este campo de la fertilidad! —repitió él. Pero el encuentro fue débil y
carente de entusiasmo. Ella hacía ruidos, pero fingía. Yo me di cuenta porque, en
medio de todo, me miró, meneó la cabeza y me indicó que me marchara con un gesto.
Me retiré de la habitación y descabecé un sueño ligero. Y si no recuerdo mal, soñé
con patatas.

El arte de conducir bajo la lluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora