Capítulo 1.

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“Te quiero, no lo olvides nunca”

Aquella maldita frase no para de repetirse en mi cabeza una y otra vez, como una repetición sin fin, mientras saco mi ropa del armario para colocarla cuidadosamente en la maleta negra que se encuentra encima de mi cama ¿Porqué seguía recordándolo? Ahora, justamente ahora, cuando estoy por empezar una nueva vida alejada de él, del dolor. Es cuando deciden aparecer todos los momentos por mi cabeza. Cada momento, cada palabra, cada roce, todo. No pude reprimir la lágrima traicionera que se deslizaba por mi mejilla mientras coloco la ropa.

Antes de que pueda conseguir terminar de colocar la ropa mis mejillas se encuentran completamente mojadas, no puedo más y me dejo caer al suelo apoyando la espalda en la cama y hundo mi cara entre mis rodillas para poder llorar. Lo necesito, simplemente tengo que dejar salir todo aquello que he estado ocultando por los últimos días. Estoy cansada de aparentar ser fuerte frente a los demás.

Después de llorar por varios minutos, dejando salir todo el dolor acumulado. No puedo quedarme aquí eternamente, aunque eso es lo que realmente me apetece. Esconderme bajo las sabanas y llorar hasta que no salga nada de mis ojos y caiga dormida a causa del cansancio. Pero no será así, no voy a hundirme. Voy a seguir adelante.

Me dirijo al baño para lavarme la cara y ocultar la evidencia de haber estado llorando, pero al ver mi reflejo en el espejo la sorpresa es aún mayor de lo que pensé. Mis ojos están rojos e hinchados por haber estado llorando y una pequeña sombra en forma de media luna aparece debajo de ellos debido a las últimas noches en vela. Mi pelo se encuentra recogido en un moño alto descuidado y mechones sueltos caen alrededor de mi cara. Sin duda alguna, este es uno de mis peores momentos.

Unos golpes en la puerta de mi habitación hacen que vuelva en mí y deje de mirar a la chica zombie del espejo.

-Has estado llorando – Mi madre dice de forma afirmativa, sin rastro de duda, cuando abro la puerta quedando frente a frente con ella.

-No – Miento. Me doy la vuelta para seguir empaquetando mi ropa en una nueva maleta.

¿Cuántas maletas iba a necesitar? Al parecer tengo más ropa de lo que pensaba.

-No me mientas. Tienes los ojos hinchados – Dice mientras dobla una camiseta negra que ni siquiera recuerdo haberme comprado yo misma. Parece varias tallas más grandes que la mía habitual. Mi madre la dobla descaradamente y la pone detrás de ella.

-Es solo que he dormido mal ¿Esa camiseta es mía? – Digo señalando la camiseta que ahora se encuentra escondida completamente. ¿Por qué la esconde? Es mía, no tiene porque guardarla. Si quiere quedarse algo solo tiene que pedirlo.

-¿Qué camiseta? – Dice mientras sigue metiendo ropa en la maleta. Está nerviosa y quiere cambiar de tema, la conozco demasiado bien.

-Mamá, no cambies de tema. ¿Por qué escondes esa camiseta? – Digo apoyando las manos en las caderas en un intento de parecer un poco más autoritaria. Una pequeña manía que heredé de mi madre.

-No cambio de tema Allison. Sigue doblando ropa que después te pillarán las prisas, como siempre – Vuelve a cambiar de tema. Se da la vuelta para sacar más ropa del pequeño mueble al lado de la ventana.

Aprovecho que está de espaldas y agarro la camiseta para ver porque me la oculta. La deslizo por mis manos para contemplarla y en el mismo instante en el que lo hago, me arrepiento.

Esta camiseta no es mía. Tal y como lo había pensado, es de él.

Siempre me gustó esta camiseta, aunque me quedara grande. Me encantaba ponérmela en cuanto tenía oportunidad y el decidió regalármela por nuestro aniversario. A saber cuántas camisetas había regalado. ¿Por qué la tengo aún? Estás cosas solo hacen que el dolor se intensifique y reaparezca. ¿A quién engaño? El dolor nunca se ha ido, sigue aquí, pero he aprendido a  ignorarlo, y estas cosas solo hacen que salga a la luz volviéndose más fuerte.

Sin poder evitarlo las lágrimas vuelven a inundar mi cara. ¿Por qué sigue doliendo? Han pasado tres semanas y estoy a punto de empezar una nueva vida, una donde pueda ser feliz sin imbéciles a mí alrededor.

La camiseta es arrebatada de mis manos y tirada al suelo. Los brazos de mi madre se envuelven a mi alrededor y no puedo evitar abrazarme a ella y llorar en su pecho, tal y como hacía cuando tenía cuatro años y me caía de la bicicleta.

-Ya mi niña, tienes que olvidarle – Dice de la única manera que te puede hablar una madre. Pasea su mano por mi espalda dejando suaves caricias en ella.

“Como si fuera tan simple” Responde mi mente por mí.

No tengo fuerzas suficientes para responder. Únicamente puedo sentir el dolor en mi pecho y la humedad de mis mejillas, debo parar. Pierdo la cuenta del tiempo que llevamos así, pero cuando logro calmarse y separarme de mi madre, la miro y ella tiene una pequeña sonrisa en la cara.

-¿Sabes que es lo mejor para olvidar? – Dice mientras se agacha y recoge la maldita camiseta del suelo para hacerla una bola entre sus manos. Niego con la cabeza – Borrar los recuerdos.

Me agarra la mano y nos dirigimos juntas hasta el jardín trasero.

-Espera aquí un segundo – Dice dejándome sola.

A los pocos segundos vuelve con una papelera llena de revistas ¿Qué piensa hacer? Antes de que pueda efectuar ninguna pregunta enciende una cerilla y la arroja a la papelera haciendo que su interior empiece a arder hasta crear una pequeña fogata propia. Se aleja de allí y se coloca a mi lado.

Nuestras miradas se conectan y se perfectamente que debo hacer sin necesidad de que me lo diga. Por esto es por lo que siempre he pensado que mi madre es la mejor del mundo: Siempre sabe qué hacer y cómo actuar, incluso en los peores momentos y aunque sea una locura.  

Lentamente me acerco al fuego improvisado por mi madre y lo observo por unos segundos antes de atreverme a hacer lo que debo hacer. Me preparo para decir adiós, un adiós de verdad y definitivo.

-Adiós, Daniel – Digo firmemente mientras miro como la camiseta negra se reduce a pedazos.

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