Samuel se dejó caer sobre la cama, exhalando un suspiro de desesperación que por poco le deja sin aliento. Estaba muy enfadado con sus padres; jamás les perdonaría aquello, desde luego. Pasar las Navidades en casa de unos desconocidos era el peor castigo del mundo. No es que a Samuel le importase la Navidad —más bien la detestaba—, pero sí odiaba conocer gente nueva, especialmente si de buenas a primeras ya se comportaban como marcianos. Supuso que serían las vacaciones más aburridas de su vida y que, en caso remoto, la única diversión que encontraría sería molestar a aquel chico homosexual, Guillermo que parecía recién salido de un basurero con aquella ropa desarreglada.
Se incorporó de súbito cuando oyó unos pasos que se acercaban a su habitación.
¡Samuel, cariño! ¿Cómo va todo? —Era Abigail, señora de la casa y mujer más pesada sobre la faz de la tierra. El joven tosió para aclararse la garganta.
¡Bien! ¡Genial! —mintió descaradamente—. ¡Gracias!
¿Quieres que te ayude a deshacer las maletas?
Samuel pensó, en principio, que se trataba de una broma. Pero tras un incómodo silencio que no fue acompañado por risitas de ningún tipo, comprendió que estaba equivocado y con horror se precipitó hacia la puerta y se apoyó en ella a modo de refuerzo.
No hace falta, señora Diaz, de verdad. «Se lo juro bajo pacto de sangre si es necesario», añadió mentalmente. Y se mordió el labio inferior para no hablar de más.
¡Vale, baja cuando termines, cielo! —se despidió Abigail excesivamente alto.
Samuel se peino con la mano sin demasiado interés. Observó que había dejado la puerta del armario entreabierta y la cerró cuidadosamente, estudiando con atención que la madera encajase sin desviarse ni un centímetro. Era sumamente detallista. Y maniático. A lo largo de su vida había ido acumulando manías que, con el paso del tiempo, se terminaron adueñando de su día a día sin que apenas se diese cuenta.
A Samuel le gustaba ser así. Odiaba los números impares, así que casi siempre intentaba que todo fuera múltiplo de dos o de cuatro. Le repugnaba la carne, era vegetariano. Detestaba los espejos que estaban totalmente limpios, necesitaba encontrar restos de agua en ellos o alguna mancha imperceptible para el resto de los humanos. Tampoco le gustaban los cuadros que tenían el marco de color escarlata, para el todo era perfecto, excepto su barba que crecía extremadamente rápido, por ello dejaba que creciera y se la cortaba cuando su bellos llegaban a su cuello. Dormía con la ventana abierta y se tapaba con la colcha hasta cubrirse las orejas. Además, se lavaba las manos constantemente y cuidaba al detalle su higiene diaria, llegando a convertirse en alguien un tanto hipocondríaco. Tras veinte minutos de paz, alguien llamó a su puerta.
¿Idiota? —preguntó una voz suave que al parecer se dirigía a él—. Espero que estés listo, es hora de comer.
Samuel suspiró tras escuchar a Guillermo al otro lado de la puerta. No contestó. Finalmente Guillermo abrió despacio la puerta, ligeramente asustado por lo que pudiese encontrar en el interior.
¿No me has oído? —dijo al verlo tumbado plácidamente.
¿Oír qué?
Te estaba llamando.
Ah, perdona. —Bostezó descaradamente y estiró los brazos—. Lo único que he oído es que decías la palabra «idiota» y he supuesto que te estarías refiriendo a tu padre.
Guillermo permaneció un instante con la boca entreabierta, incapaz de aceptar lo que acaba de oír.
Pero ¿tú de qué vas?
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Muerdago
Teen FictionSamuel, un chico de la alta sociedad española, va a pasar las vacaciones de Navidad con los Diaz, una familia de clase media. Guillermo será el encargado de hacer de anfitrión, pero la verdad es que no lo tendrá nada fácil: la personalidad egocéntri...