—Ah, vale, lo siento. —Le dedicó una mueca desagradable—. ¡Cómetelo tú todo! ¡Ojalá te atragantes!
Samuel negó con la cabeza y le tendió el algodón de azúcar. Guillermo lo cogió, cada vez más confundido —¿Lo compartes? —le preguntó.
—No. —Samuel apretó los labios con asco— Lo has tocado, así que ya no puedo comérmelo. Gracias por estropearme la merienda.
Y comenzó a caminar de nuevo calle abajo, esquivando a los niños que correteaban descontrolados por el interior del recinto. Guillermo siguió sus pasos, tras darle otro bocado al algodón de azúcar, que ahora le pertenecía. Sonrió tontamente. Qué delicado era el castaño.
—¿Quieres que compremos otro? —le preguntó, con ternura.
—No. —Él contempló el enorme algodón rosa— Yo quería ese —añadió, señalándolo.
—Samu todos son iguales.
—Te equivocas, este era más redondeado que el resto. Lo he notado incluso antes de que la chica terminara de hacerlo.
—¿Importa realmente que sea más o menos redondeado? —Guillermo rió y sus mejillas abultadas se colorearon un poco.
—Por supuesto. —Él se cruzó de brazos— A mayor redondez, mayor perfección. No sé cómo no conoces esa regla.
Guillermo arqueó las cejas —¿Porque no existe, quizá...?
Samuel respiró hondo. Tenía ganas de besarle. No quería seguir discutiendo ni tampoco deseaba explicarle el funcionamiento de «la regla de la redondez y la perfección», porque dudaba que fuese a entenderla. Y a él no le gustaba perder su valioso tiempo en vano. Contempló los labios de Guille; ¿tenía permiso permanente para besarle cuando le viniese en gana? Se sentía inseguro al respecto. Después el algodón volvió a captar su atención, al ver que el se lo seguía comiendo.
—Vale, terminemos con este asunto —le dijo— Tira el algodón a la basura. Si no lo puedo tener yo, tú tampoco.
—¿Qué? Pero ¿cómo puedes ser tan egoísta? —protestó el menor con el ceño fruncido.
—No es egoísmo, es justicia.
—¿Tanto te molesta que me lo coma yo?
—Claro que sí.
Guille bufó y siguió su camino, dándole otro mordisco a la enorme nube rosa; no estaba dispuesto a tirar la comida por una rabieta de Samuel. Él insistió.
—He dicho que te deshagas de él.
—No.
—Lo haré yo, entonces.
Samuel intentó arrebatarle el maldito algodón de azúcar y Guillermo se preguntó qué pensaría la gente de la feria que les miraba. Dos jóvenes discutiendo por su merienda. Guille no se iba a quedar atrás. Le solto un guantazo en el hombro, y él soltó el palo de madera, gritando dolorido, pero luego no tuvo miramientos cuando le clavó las uñas en el brazo al pelinegro.
—¡SUÉLTALO! —le exigió— Además, lo he pagado yo, es mío.
—¡Me lo has regalado! Así que ahora me pertenece —contestó Guille, en medio del forcejeo.
Una pareja de ancianos, acompañados por sus nietos, les miraban entretenidos por el espectáculo gratuito. Samuel logró arrebatarle el algodón rosa, y Guille, sin rendirse y lleno de rabia, le hizo cosquillas. Él se retorció como loco. Había encontrado uno de sus puntos débiles. Desgraciadamente, a causa de las cosquillas Samuel dejó caer el algodón al suelo, marcando su final definitivo.
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Muerdago
Genç KurguSamuel, un chico de la alta sociedad española, va a pasar las vacaciones de Navidad con los Diaz, una familia de clase media. Guillermo será el encargado de hacer de anfitrión, pero la verdad es que no lo tendrá nada fácil: la personalidad egocéntri...