31."Baile de hielo"

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A la mañana siguiente, cuando todos despertaron, recogieron las tiendas y las demás pertenencias y comenzaron a caminar siguiendo la ruta que les llevaría hacia el conocido destino. Todos estaban más tranquilos, y apenas surgieron percances entre bostezos y caras de sueño. 

Samuel estaba molesto. Subir y bajar montañas en pleno invierno y a primera hora de la mañana no era una de sus aficiones. Estaba a punto de quejarse cuando, tras salir de las inmediaciones del bosque, de pronto descubrió el nuevo reto al que debería enfrentarse. Un enorme lago congelado se extendía entre las altas montañas que lo rodeaban. El aire gélido silbaba con fuerza, escurriéndose después entre los árboles que dejaban atrás. Los chicos aplaudieron animados y gritaron manifestando su alegría, a excepción de Samuel.

—Todos vamos a morir —presagió. 

Guillermo le cogió del brazo para darle fuerzas y lo sacudió, feliz, quitándole importancia a sus palabras —No te preocupes, tonto. Seguro que lo pasamos genial. 

—No vuelvas a llamarme tonto. — Samuel alzó un dedo en alto a modo de advertencia.
—Vale, intentaré no hacerlo a menos que me sirvas la oportunidad en bandeja. —Guille rió. 

Se habían quedado algo rezagados del resto del grupo, que ahora corría hacia la inmensa superficie de hielo. Una lámina de plata, a lo lejos. Samuel admitió en silencio que al menos era un paisaje bonito; el vacío y la sencillez a veces eran suficiente. El hielo brillaba bajo la luz del sol casi imperceptible. Al él le gustaban las cosas que relucían, como el oro o los diamantes; era un símbolo de fortuna y prestigio.

—¡Venga, vamos con los demás! 

—Bien, pero solo porque quiero ver el lago un poco más de cerca —puntualizó Samuel.

Comenzaron a caminar hacia allí. Parecía que todo se deshacía a su alrededor, como si los colores se deslizaran al reflejarse en la superficie helada. Samuel analizó rápidamente a los presentes: Karol y Alexby saltaban con todas sus fuerzas sobre el hielo como si se hubieran propuesto romper la superficie, caer al agua y morir lentamente congelados —¿Qué intentan hacer? —le preguntó a Guillermo, temeroso.

—¿Sinceramente? No tengo ni idea, pero prefiero no averiguarlo. 

Otros jugaban a deslizarse por el hielo, y los demás se lanzaban bolas de la nieve blanda que quedaba alrededor. Hacía muchísimo frío, pero Samuel se esforzó por encontrar la parte positiva de todo aquello: el frío era bueno para la piel.

—Vamos, Samuel. 

Él negó con la cabeza —No quiero saltar sobre el hielo, ni que me tiren bolas de nieve a la cabeza... ni nada de eso —añadió, señalando a Spencer, que acababa de tumbarse sobre la superficie helada como si aquello fuese lo más normal. Ni siquiera llevaban el equipo térmico adecuado. 

—Vale, lo entiendo. —Guille le sonrió con dulzura y luego le tendió la mano a Samuel con la esperanza de que aceptase su ofrecimiento— Pero... ¿qué te parece si me concedes un baile sobre el hielo? Siempre he querido hacerlo pero no tenia a nadie que me hiciese ese honor. Yo puedo ser la chica si así lo deseas. 

Samuel se debatió entonces entre seguir su instinto de supervivencia y huir de allí o lograr que una ilusión de Guillermo se cumpliese. Lentamente, casi con miedo, acercó su mano hacia la de el menor, rozó sus dedos, notó el tacto frío y finalmente supo que a esas alturas poco o nada podría negarle a el. Porque era lo más diferente a él y al mismo tiempo lo más cercano y bonito que jamás había tenido.

Dieron unos pasos hasta que sus pies tocaron el hielo. No estaba tan mal, no era tan horrible; a menos que recordase que bajo aquella superficie había un montón de agua helada que ansiaba ahogarle. Sacudió la cabeza y se propuso no pensar más en ello y dejar atrás sus miedos. Una vez se alejaron de la orilla, Guille le rodeó el cuello con un brazo. 

—¿Bailamos? —le preguntó en un susurro— Tú imagina que la música de un piano suena de fondo, una melodía lenta.

Samuel asintió y comenzó a moverse despacio, balanceándose a un lado y otro. Recordó una canción de George Winston que le gustaba, «Invierno», y se dejó llevar por las imaginarias notas del piano. Sus pies se deslizaban por el hielo cada vez con más valentía, se alegró de estar allí y haberse atrevido a concederle aquel extraño baile, y como toda respuesta le abrazó con fuerza. Guille seguía sus movimientos en silencio. En realidad nunca había sabido bailar ni tenía intención de aprender a hacerlo. Pero tiempo atrás había leído un libro que relataba una bonita historia de amor imposible y se dijo que algún día el también viviría esa experiencia y bailaría sobre un lago congelado como hacían los protagonistas de aquella novela.

Pero ahora Guillermo temía que el final de su propia historia no fuera tan feliz e idílico como solía ser el de los libros de amor. Recordó que les quedaban apenas unos días que compartir y se contuvo para no llorar. Pensó en el tiempo que habían malgastado discutiendo y odiándose, y luego admitió que quizá gracias a todo aquello ahora estaban juntos. Todo había sido muy intenso desde el día que Samuel llegó al aeropuerto, tanto los buenos como los malos momentos.

—Te vas a ir —le dijo. 

Samuel se apartó un poco de el para poder ver su rostro. No lloraba, pero tenía los ojos acuosos. A él también le dolía marcharse, aunque no lo demostrara del mismo modo que Guillermo.

—Ya lo sé, nos queda poco tiempo —contestó— Pero anoche estuve pensando... en algo que quizá podríamos hacer. 

—¿A qué te refieres?

—Una lista. —Samuel siguió moviéndose de un lado a otro, despacio, mientras hablaba— Cada uno podría escribir en un papel todas las cosas que le gustaría que hiciésemos juntos y durante los días que nos quedan intentar cumplir la mayoría de esos deseos, ¿qué te parece? 

—Es una idea perfecta, Samuel—Guille se puso de puntillas y le besó —¡Pero apenas nos queda tiempo! —se quejó— Aunque podríamos irnos ya, nosotros dos solos. —Miró a su alrededor—. Seguramente los demás querrán pasar aquí el resto del día, como todos los años. 

Samuel lo sujetó por los hombros y lo miró fijamente —Marcharnos ya de aquí sería mi mejor regalo de Navidad y algo que te agradecería el resto de vida. 

Guillermo se esforzó por no reír, aunque debía de haber supuesto que para Samuel la idea de irse sería un regalo caído del cielo. Le cogió de la mano y fueron a despedirse de los demás... 

MuerdagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora