Samuel se empeñó en montar en el mismo coche que Guillermo. No quería estar solo cuando la guerra empezara. Se sentó (como buenamente pudo, dado el escaso espacio) en el asiento del copiloto mientras el pelinegro manejaba con fuerza el volante del cochecito. El castaño respiró hondo y ojeó a sus contrincantes, que se encontraban en el perímetro de la pista. En realidad la mayoría eran críos, aunque algunos iban acompañados por sus fornidos padres.
—No sé si podremos superarlo —dijo.
—Samu, no hay nada que superar —aseguró Guille— Lo único que pasará es que te darán unos cuantos golpecitos.
Él se cruzó de brazos y le miró cabreado —¿Te parece poco?, ¿estamos locos o qué? —siguió, alzando el tono de voz—. ¡He pagado para que me peguen!
—¡Calla!, ya empieza.
Sonó un pitido que se extendió por la pista e inundó sus oídos. El coche empezó a moverse. Samuel se cogió del brazo del menor y del otro extremo de la supuesta puerta. Se miró el torso y advirtió un pequeño detalle que se le había pasado por alto —¡Madre mía, pero si no hay cinturones! —exclamó, consternado.
—No son necesarios —concluyó el menor, y cuando Samuel alzó la vista descubrió que estaban a punto de chocar contra un coche que llevaba un niño de unos seis años.
El impacto fue brutal, o al menos eso le pareció a él. Samuel meditó sobre si aquel juego afectaría en exceso a su delicada columna vertebral. Sin embargo, cuando vio el rostro enfurruñado del niño, se alegró de haberle dado ese golpe.
—¡Cómete esa! —le gritó y después miró a su acompañante— Muy bien, Guille, veo que vas aprendiendo...
—Pero si tú no tienes ni idea, ¿por qué me dices eso? —Dio un volantazo y el castaño arqueó el cuerpo hacia el lado contrario con la intención de no caer. No es que la velocidad fuese demasiado elevada, pero siempre era mejor prevenir que curar.
—¡Venga, va, déjate de historias y machaca a la niña de allá! —le ordenó, señalando un coche azul.
Guillermo entornó los ojos, pero sonrió y se dirigió hacia la niña. Hasta en los coches de choque Samuel necesitaba dar órdenes y sugerencias. Esta vez, a sabiendas de lo que le esperaba, él se cogió bien antes del impacto y rió malévolo ante la decepcionada expresión que surcó el rostro de la cría. Sin embargo, su risa se apagó cuando otro coche les dio a ellos por detrás. Era el vehículo de un niño pelirrojo acompañado de su padre, un fortachón entrado en la cuarentena. Samuel se giró cabreado y alzó un puño amenazador al que el señor respondió con una suave carcajada. Al mayor no le gustaba perder, ni siquiera en los coches de choque.
—Guille, vamos, ese viejo es nuestro próximo objetivo. Tenemos que ganar.
—Cariño, cuando te emocionas así, me recuerdas a Voldemort.
Samuel arrugó la nariz, molesto. ¿Por qué le llamaba «cariño»?, eso sonaba demasiado... formal. ¿Tenían una relación formal? No estaba seguro. Lo curioso era que por alguna extraña razón las palabras cariñosas que Guillermo le dedicaba sonaban bien. Quizá porque no las pensaba antes y se le escapaban solas, naturales, sin formar parte de frases forzadas. De todos modos, Samuel continuó en sus trece.
—Deja de llamarme cariño, cielo o Voldemort. Gracias.
Como toda respuesta el menor estampó el coche contra una esquina, adrede, lo que le pilló de improviso. Él respiró hondo, mientras este daba la vuelta.
—¿Quieres romperme el cuello o qué? —se quejó, frotándose el hombro derecho.
—No sé, deja que me lo piense —contestó Guille, decidido— Aún tengo dudas.
Chocaron contra algunos coches más antes de que la bocina sonase y se acabase su turno. Salieron de la atracción, Samuel algo mareado, y el pelinegro con la adrenalina recorriendo todo su cuerpo. Señaló un puesto de maquinitas repleto de ositos, figuras de acción y toda clase de juguetes para críos de 5 años.
—¡Qué monada! ¡Yo quiero un juguete de esos!
Samuel le siguió hasta la máquina. En el extremo superior había una especie de pinza que al parecer servía para agarrar los pulgosos osos. Pagando, claro.
—¿Y para qué quieres más juguetes? Tienes toda una estanteria llena —le recordó, como si este no lo supiese perfectamente— Además, está demostrado que estos artilugios son dañinos para la salud.
Guillermo rió —¿Los juguetes para niños son malos para la salud?
—Claro. El polvo se acumula en ellos.
—Samuel , me da igual. —Le hizo a un lado sin miramientos— Aparta, quiero conseguir uno de esos.
—Pareces un crío —concluyó él. Era verdad, aunque también era cierto que todavía no sabía si esa característica suya le gustaba o no. Tenía serias dudas al respecto— Bueno, déjame a mí.
Se hizo un hueco, y, tras echar una moneda en la ranura correspondiente, cogió con fuerza los mandos de la máquina. Parecía fácil, pero no lo era. La pinza apenas tenía fuerza, y, aunque conseguía coger una maldita figura de IronMan, después este caía inerte y volvía a mezclarse con el montón que reposaba al fondo.
—¡Es un timo, Guillermo!
—Da igual. Quiero ese IronMan—dijo enfurruñado Guille, y metió otra moneda.
Samuel nunca se iba sin terminar de hacer lo que se había propuesto. Así que, casi veinte minutos después, le tendió a Guillermo la figura de acción que había conseguido, y comenzaron a caminar por el recinto de la feria con dieciocho dólares menos en los bolsillos. Él se planteó que, por ese precio, habría podido comprarle tres o cuatro juguetes de esos en una tienda normal, pero prefirió no comentárselo.
—Y ahora, ¿qué hacemos? —preguntó el castaño, mirándole de reojo con cierta inseguridad.
Guille llevaba su dichosa figura con una mano y deslizó la otra hacia él, entrelazando sus dedos con los de Samuel. Él tenía la piel fría, pero muy suave. Siguieron andando en silencio.
A Samuel le molestaba un poco caminar al lado de Guille, cogidos de la mano, porque este se paraba cada dos por tres a ver cosas poco interesantes y le arrastraba allá donde iba. Sin embargo, la calidez de su mano le reconfortaba y hacía soportable la situación. Torció el gesto cuando el pelinegro le soltó para acariciar a un perro que pasaba por allí. El animal se restregó felizmente por sus piernas y le azotó el pantalón con la cola, que se movía frenética de un lado a otro.Él bostezó. Afortunadamente, a su derecha, descubrió un puesto donde hacían algodones de azúcar. Le encantaba el algodón de azúcar. Supuso que no sería tan delicioso como el que su cocinero solía elaborar, pero aun así quiso comprar uno. Contempló detalladamente cómo lo hacía, asegurándose de que la chica del puesto no lo tocase con las manos o echase algo raro en su preciado algodón. Al parecer todo estaba en orden. Pagó y regresó al lado de Guillermo.
Aquel algodón de azúcar estaba bastante bueno. Lo degustó y dejó que se deshiciera en su boca lentamente. Algo (o alguien; mejor dicho, alguien) interrumpió su aperitivo. Guille alzó sin miramientos una mano y le quitó un trozo de algodón.
—¿Se puede saber qué narices haces? —Samuel le miró, sorprendido.
—Coger un poco, ¿acaso es solo para ti? —El menor rió, tras metérselo en la boca. ¡Qué pregunta más tonta! Lo cierto era que sí. Era solo para él.
—Claro. —Suspiró— ¿Por qué no te compras tú otro?
—Este es muy grande, podemos compartirlo.
—¿Compartir? —Ladeó la cabeza— Acabas de acariciar a un sucio perro.
—Ya, ¿y...?
—No te ofendas, pero no quiero que metas tus manos en mi comida.
Guillermo permaneció callado, observándole fijamente. Al parecer hablaba en serio. Al principio pensó que se trataba de una de sus tantas bromas. Pero no era así —Ah, vale, lo siento. —Le dedicó una mueca desagradable.
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Muerdago
Ficção AdolescenteSamuel, un chico de la alta sociedad española, va a pasar las vacaciones de Navidad con los Diaz, una familia de clase media. Guillermo será el encargado de hacer de anfitrión, pero la verdad es que no lo tendrá nada fácil: la personalidad egocéntri...