Guillermo carraspeó, para aclararse la garganta antes de hablar. Después miró al chico que lo acompañaba, sosteniendo un bote de mostaza entre las manos mientras leía la etiqueta. Su ridículo traje de etiqueta llamaba tanto la atención dentro del supermercado de una modesta urbanización que todos los clientes se giraban para echarle una detallada ojeada.
Samuel, siento tener que decirte esto, pero deberás darte un poco de prisa con la compra —dijo, cruzándose de brazos a la defensiva—. Sé que te encantaría, pero no podemos acampar y pasar la noche aquí; cierran a las ocho.
Perfecto. —Sonrió el castaño satisfecho— Entonces aún nos quedan unas horas.
Guillermo se detuvo y soltó el carrito de la compra en mitad del largo pasillo de salsas— ¿Te has vuelto loco? —gritó— Bueno, ¡qué pregunta más estúpida por mi parte!
Sí, la verdad es que sí —afirmó él, distraído— ¡Pero cuántos conservantes tiene esto!
¡Es que siempre has estado loco!
Samuel se volvió y lo miró con curiosidad— Nos conocemos desde hace veinticuatro horas, chino, así que no entiendo qué quieres decir cuando dices «siempre».
Esa es la peor parte: recordar que aún nos quedan veintinueve días por delante. Tendré que comprarme pastillas anti-estrés o tapones para los oídos— respondió el pelinegro.
Samuel se encogió de hombros. En realidad le daba igual si se metía esas pastillas directo en las venas. Bajo su punto de vista, aquel chico desarreglado cumplía todos los requisitos para terminar muriendo por sobredosis. No le extrañaría en absoluto encontrárselo dentro de unos años en cualquier esquina, pidiendo limosna. Limosna que él no le daría, por supuesto.
Mira, enfermo, tenemos que irnos —se quejó el menor— No pienso pasar mi primer día de vacaciones en un supermercado. Existen cosas más interesantes en la vida.
¿Como qué? —Samuel alzó una ceja, intrigado.
Oh, ¿es que jamás haces nada divertido?
Bueno, da igual, si así fuese tampoco sería asunto tuyo —farfulló el castaño con un delirante desinterés— Y ahora, si no te importa, deja que termine de leer los componentes de la salsa roquefort.
Guillermo murmuró algo por lo bajo, irritado. Se despidió de Samuel indicándole que le esperaría en las cajas y le dejó a solas en mitad del pasillo. Aguardó mientras observaba cómo una muchacha rubia cobraba la compra de los clientes sin demasiada amabilidad. Desesperada, terminó rezando y pidiendo que Samuel llegara pronto. Si no lo hacía, pensaba marcharse sin miramientos; poco le importaba lo mucho que su madre lo reñiría. En todo caso, lo único que le asustaba levemente era que la señora Diaz le castigara sin salir con sus amigos, teniendo en cuenta que acababan de empezar las vacaciones.
Media hora después, el Mayor apareció por el pasillo de la derecha, con el carro repleto de comida como si se acabase de declarar la tercera guerra mundial y tuviesen que recolectar suministros para medio continente Europeo. Guillermo le miró intrigado.
¿Se puede saber cómo vamos a pagar todo eso? —preguntó, señalando las extrañas hamburguesas sin carne, algo que le pareció totalmente contradictorio.
¿Es que tu madre no te ha dado dinero? — Samuel se encogió de hombros.
Sí, pero lo que me ha dado no llega para pagar todas estas porquerías —se quejó, un Guillermo consternado— Vuelve a dejarlas en su sitio —añadió, al tiempo que reparaba en un desagradable trozo de queso sin sal que yacía al lado de un paquete de algas marinas ricas en vitaminas.
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Muerdago
Novela JuvenilSamuel, un chico de la alta sociedad española, va a pasar las vacaciones de Navidad con los Diaz, una familia de clase media. Guillermo será el encargado de hacer de anfitrión, pero la verdad es que no lo tendrá nada fácil: la personalidad egocéntri...