7. "Viaje en limusina"

160 10 0
                                    


Desgraciadamente, de camino a casa, Samuel vislumbró el enorme cartel de una pequeña tienda donde anunciaban la fabulosa oferta de cuarenta Tupperware por cien dólares.

Entremos —ordenó el castaño. 

¡Tú estas pirado! —se quejó Guillermo, cargado con gran cantidad de bolsas. Tenía los dedos entumecidos por el peso y le dolían las manos.

Luego cogemos un taxi —objetó el castaño, al tiempo que dejaba sus correspondientes bolsas en mitad de la calle— Necesito esos envases para administrar mi comida. 

¡No, no hagas eso Samuel, por Dios! —gritó Guillermo, pero fue demasiado tarde. Él le había sacado varios metros de distancia y se dirigió a una velocidad descomunal hacia la tienda, como si fuese una droga para él.

Samuel salió poco después, cargado con dos cajas de cartón y una estúpida sonrisilla surcando su rostro. Gracias a la compra de última hora, llegaron a la conclusión de que no podían continuar su camino con quince bolsas de comida y aquellas enormes cajas de cartón que parecían a punto de reventar. 

Pero ¿qué has hecho, estúpido?

Samuel le miró con una cara extraña: algo de pena mezclada con un deje de profunda satisfacción— He visto la oferta y no he podido resistirme —explicó él, orgulloso—, además, ¿dónde piensas que va a caber toda esta comida? Claro, ¡es verdad! Podríamos utilizar tu cuarto como despensa, yo creo que hasta parecería más ordenado; y como el suelo es tu ropero, el armario queda completamente libre para guardar alimentos —dijo, con gesto reflexivo imitando a uno de aquellos filósofos de la Ilustración. 

¡No puedo creer que estés hablando en serio! —explotó el pelinegro— Eres tú quien ha ocupado mi casa, un inquilino indeseable. Lo más normal sería que utilizases tu habitación, y vaciases tu ridículo armario lleno de cajas de bastoncillos para los oídos, cremitas para la cara y potingues y medicamentos varios —replicó Guillermo.

Samuel abrió la boca para protestar, pero el pelinegro le interrumpió dirigiéndole una mirada que cortaba la respiración— Cogeremos el autobús —anunció el menor dirigiéndose hacia la parada que tenían a apenas tres metros de distancia. 

¿El autobús? —preguntó Samuel intrigado.

Sí, ese coche grande, con ruedas, que lo maneja un conductor... —explicó Guillermo. 

Samuel sonrió orgulloso— ¡Ah! Yo tengo uno de esos, pero nosotros lo llamamos «limusina» —aclaró contento. 

Guillermo le miró consternado. ¿De verdad Samuel hablaba en serio? ¿Era cierto que jamás había entrado en un supermercado y ni siquiera tenía claro lo que era un autobús? El pelinegro preguntaba en qué mundo se habría criado aquel excéntrico muchacho; desde luego, en ninguno demasiado realista. Decidió aprovechar aquella oportunidad. 

¡Oh, sí, sí! Es eso, una especie de limusina, pero más popular —le dijo, deseoso de ver su reacción cuando el autobús parase frente a ellos.

¿A qué te refieres con eso de «más popular»? — El mayor frunció el ceño, inseguro. 

¡Ya lo verás! —Sonrió Guillermo malévolo—. ¡Mira, ahí llega!

Samuel observó la enorme limusina que se acercaba hacia ellos, abrumado por la emoción. Aquella era más grande que la que él utilizaba para acudir cada día a sus clases en Madrid. Soltó un silbido de asombro, sonriente. Entonces el majestuoso carruaje frenó secamente frente a ellos, y comenzó a distinguir algunas cabecillas curiosas que se asomaban por las ventanas. Gente desconocida. 

MuerdagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora