15."Cosas que pasan en los centros comerciales II "

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Es el fin...

Pero ¿qué dices? 

No pienso salir ahí fuera.

Hazlo o te piso. 

¿Y? Estos no son mis zapatos italianos, sino los del gordo ese.

Guillermo se cruzó de brazos y enarcó las cejas. Reprimió una sonora carcajada tras mirar nuevamente a Samuel de arriba abajo. Una pesada cortina de color azul marino les separaba del público, que, anclado en aquel centro comercial, esperaba anhelante el espectáculo asiendo con fuerza las manos de sus hijos. 

No te burles del sobrepeso de Papá Noel —le reprochó el pelinegro— o al menos intenta no hacerlo delante de los enanos.

¿Enanos? ¡Ni siquiera sabes hablar! Son niños. Niños cagados, niños meados, niños llenos de mocos verdes... 

Como no salgas al escenario de una vez por todas, comenzarán a pensar que no somos trigo limpio y llamarán a seguridad.

Bien. — Samuel paseó sus dedos por su barba que ahora era blanca gracias a unas espumas que le habían rociado— Pero antes prométeme que no te separarás de mí pase lo que pase. 

Tranquilo, pienso convertirme en tu sombra.

Samuel suspiró y arqueó los hombros en un vano intento de relajarse —Creo que esta es la situación más escalofriante por la que he tenido que pasar. —Se llevó las manos a la cabeza y despeino su perfecto cabello castaño. 

Basta de cháchara. Mi paciencia tiene un límite, y da la casualidad de que acabo de toparme con él.

Guillermo cogió aire y, sin pensárselo demasiado, descorrió la cortina azul. La sangre abandonó al instante el rostro de Samuel, dándole un tono pálido a su piel; sintió que le temblaban las piernas y reaccionó a tiempo dedicándole al pelinegro una mirada asesina. Frente a ellos se extendía una cola infinita de padres agitados acompañados de sus inseparables vástagos. Samuel hizo un último esfuerzo, procurando no desfallecer.

Guillermo, satisfecho por el mal trago que estaba pasando el castaño, sonrió ampliamente antes de darle un empujoncito para sentarlo en el trono de Papá Noel—Mira, la silla te va como anillo al dedo —le susurró al oído, acariciando el recargado pasamanos de brillante color dorado y adornado con falsas gemas rojizas.

Dime que todos esos pequeños diablos no se van a sentar sobre mis rodillas... ¿Es que quieres que me quede cojo? 

Calla, ahora tienes que fingir. ¡Vamos, sonríe!

Samuel curvó los labios hacia arriba un centímetro en un amago de sonrisa. Tragó saliva despacio, sintiendo cómo un fuerte nudo le presionaba la garganta y le impedía respirar con normalidad. Al otro lado, el hombre que le había metido en aquel percal daba comienzo al espectáculo por el micrófono. Apenas tuvo tiempo de serenarse cuando, consternado, observó cómo un niño pelirrojo, de unos dos años, se acercaba decidido hacia él subiendo poco a poco los tres escalones de la tarima principal. 

Qué niño más lento —le susurró Samuel a Guillermo— Papá Noel morirá de viejo antes de que llegue.

Callate... —El pelinegro se volvió hacia el pequeño y lo cogió en brazos— Hola, ¿cómo te llamas? Soy el ayudante de Papá Noel. Venga, dile qué es lo que quieres que te traiga por Navidad. 

Y, sin demasiados miramientos, lo dejó caer sobre las temblorosas rodillas de Samuel. Este pareció sufrir un pequeño espasmo antes de recuperar el control. Sus ojos cafés se dirigieron ávidos hacia la nariz del niño, donde distinguieron mocos secos— Guillermo, busca un pañuelo. 

MuerdagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora