27."Excursión al trozo de hielo"

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Tanto Karol como Guillermo habían desaparecido de la comida navideña cuando Samuel volvió a sentarse a la mesa. Al parecer, ambos se habían refugiado en sus respectivas habitaciones. Samuel soportó durante más de una hora ciertos comentarios verdes que le dedicaba la abuela de Guille, como «Puedes pasarte por mi casa a visitarme cuando quieras» o «"cariño", tú sí que eres un mozo como Dios manda y no el carcamal este que tengo por esposo». El castaño asintió ante todas sus palabras. Ya no tenía fuerzas para hacer bromas. Se había quedado sin inspiración. 

Ahora no solo le odiaba Guillermo, sino también Karol. Miró de lado a la señora Diaz, rogando en silencio que ella todavía no le hubiese dado de lado. Afortunadamente, Abigail le sonrió con cariño, y él se sintió reconfortado bajo el brillo de sus amables ojos. El señor Diaz se sirvió un vaso de licor, aprovechando la ocasión navideña y seguramente deseando olvidar su propia vida. Así pues, cuando los familiares de Guille se marcharon al fin, Samuel lo agradeció con creces. Se disculpó después ante Abigail, indicándole que necesitaba descansar un rato. 

Acababa de entrar en su habitación cuando sonó su teléfono. Lo buscó en el bolsillo de la chaqueta colgada tras la puerta, donde se le había olvidado, y contestó: 

—¿Cómo está mi pequeña coliflor?

Era su madre. Se sentó en la cama, mareado, e intentó sonreír, aunque sabía que ella no podía verle. 

—Bien. —Suspiró— Feliz Navidad, mamá.

—Igualmente, cariño. —Se oyeron algunas risitas de fondo— Lo hemos celebrado en el restaurante italiano que tanto te gusta. Aquí ya es de noche, supongo que tú acabarás de comer. 

—Sí, hace un rato.

—Aja —musitó— Bueno, ricura, se pone tu padre al teléfono, que quiere hablar contigo. 

Samuel notó que su estómago daba un vuelco súbito y se llevó una mano a la barriga. Qué ganas tenía de hablar con su padre. Casi le temblaron las manos cuando escuchó su voz ronca y segura. El señor De Luque siempre hablaba con una firmeza arrolladora y era extremadamente persuasivo.

—¿Cómo te va, hijo? 

—Digamos que... quizá no sea tan malo como pude pensar al principio. —Samuel presionó el teléfono contra su oreja— ¿Mucho trabajo por ahí?

—Sí, demasiado —contestó— De todos modos, ya falta poco para que regreses, así que no te preocupes si no lo pasas tan bien como desearías. Tu madre y yo tenemos ganas de verte y de que estés en casa.

Samuel parloteó algo más con su padre sobre temas de negocios antes de colgar. Tenía la boca seca. Casi no había pensado en ello, pero acababa de darse cuenta de que le quedaba poco tiempo y de que en apenas unos días volvería a Madrid. Lo suyo con Guillermo era imposible. De un modo u otro, siempre estarían separados, ya fuese por sus discusiones, por la diferencia de sus mundos o porque, sencillamente, vivían en dos ciudades diferentes, agradecía en este momento no ser de otro país, porque de ser así nunca jamas volvería a ver a Guillermo. Se levantó de golpe cuando el pelinegro abrió la puerta de la habitación y le miró de arriba abajo con desdén. 

—Prepara una mochila con provisiones para dos días —le ordenó. 

—¿Qué?

—Nos vamos de acampada. 

Samuel le  miró como si estuviese loco de remate, pero a Guillermo no le importó. Cerró la puerta de golpe y regresó a su habitación. Tenía la seguridad de que los dos días siguientes serían los peores de su vida.

Todos los años, el grupo de amigos al completo organizaba una acampada por navidad. Bordeaban el bosque de la reserva hasta llegar a un lago que se congelaba en aquellas fiestas y por el cual todos solían resbalar y caer; les divertía deslizarse por el hielo. Le había preguntado a su madre si podía dejar a Samuel en casa, pero ella había respondido a su amable cuestión con un rotundo no. Guillermo no quería imaginar cómo sería convivir con Samuel... en plena naturaleza. Ya era duro soportarle entre cuatro paredes. 

MuerdagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora