Prefacio

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Había valido la pena saltarnos la fiesta y darnos a la fuga, para disfrutar al máximo nuestra luna de miel, la cual finalizó con ambos exhaustos en la cama, acurrucados.

—¿Te gustó tu regalo de Navidad? —me preguntó Walter, y procedió a besar el dorso de mi mano.

—Creo que el moño en tu amiguito fue un lindo gesto —me eché a reír.

—Oye —se incorporó para mirarme de frente—, no sé si sea demasiado pronto para discutir al respecto o si debimos hacerlo antes, pero... ahora que estamos casados... ¿crees que cabe la posibilidad de que tengamos hijos?

—¿Quieres hijos? —me incorporé también.

Walter desvió la mirada. Sé que temió por un momento. Temió que, habiéndonos casado recientemente, ambos quisiéramos cosas distintas y eso pudiera perjudicar lo nuestro de algún modo. Y al principio, sí, quería algo distinto; pero haría lo que fuera por él porque lo amaba. Eso incluía criar a un niño y amarlo como mi hijo.

—Sí, quiero. Tengo treinta y tres. Creo que se me agota el tiempo. Tú... ¿querrías tener hijos conmigo?

Tardé en responder, pues medité al respecto y fue como llegué a mi conclusión. Walter se preocupó.

—Pues —dije finalmente— sinceramente, jamás me había planteado lo de la paternidad porque no me imaginaba siendo papá. Pero... no me molestaría intentarlo. Si es contigo, está bien —le sonreí.

Su rostro resplandeció como el de un niño en una dulcería.

—Me acabas de dar el mejor regalo de Navidad —me abrazó con fuerza—. ¿Qué te parece una niña? ¡Que su nombre sea Judith!

—Suena perfecto. Sólo uno, ¿no?

—Claro, claro. A menos que luego cambiemos de opinión y querramos más.

—¿Qué tal si resulta ser niño? ¿Cómo se llamará entonces?

—No lo sé. Esperemos que no lo sea.

Dos enamorados en patrulla 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora