El destino de Portgas D Ace no era otro que el de convertirse en el mejor alero de la NBA, aquello era algo que el muchacho sabía muy bien. Sus habilidades, carisma y atractivo lo habían convertido en uno de los estudiantes más influyentes y deseado...
<< De haberte entregado la vida me queda lo bueno. >>
AMAIA MONTERO
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El sol ya casi había terminado de fundirse con la tierra y sus rayos proyectaban sombras alargadas por toda la ciudad. Ya había aparecido la primera estrella en el firmamento y el frío volvía a hacer acto de presencia, helando con su brisa la piel de aquellos que se atreviesen a subestimarlo.
No obstante, eso no iba a obligar a Marco a recoger sus cosas para irse a casa. Se había propuesto hacer cien canastas seguidas de tres puntos, y nada del mundo iba a hacerle desistir, no cuando solo le quedaban dos para conseguir su objetivo.
Se estremeció cuando una brisa gélida le azotó la espalda y apretó los labios en un gesto de concentración. Flexionó levemente las rodillas y sujetó con ambas manos la pelota por encima de su cabeza, sus ojos clavados en el rectángulo negro que había pintado en el tablero de la canasta.
Exhaló por la boca y una cortina de vaho acarició sus labios antes de disiparse en el aire. Relajó los músculos y ejecutó el tiro sin olvidarse de girar la muñeca como le había enseñado su amigo hacía dos años.
El balón dibujó una trayectoria parabólica en el aire y atravesó el aro sin apenas rozarlo. Sonrió, satisfecho, y corrió tras la pelota con la intención de ponerle fin a su entrenamiento diario.
Volvió a situarse a unos siete metros aproximadamente de la canasta, sujetó la pelota con ambas manos a la altura de su pecho y esperó a que sus ojos se acostumbraran a la luz blanquecina de los focos que se habían encendido alrededor de la cancha.
Se tomó un tiempo para acompasar su respiración mientras concentraba toda su atención en el rectángulo negro de la canasta. Se olvidó del frío, del cansancio y del sudor que le perlaba la frente. Incluso dejó de escuchar el motor de los coches que circulaban cerca de allí.
— Solo una más— susurró el rubio para darse ánimos.
Apretó los labios de nuevo y se dispuso a lanzar siguiendo cada uno de los pasos que repetía en su cabeza.
La trayectoria del balón se vio interrumpida por una mano ajena que sujetó la pelota con fuerza antes de que tuviera tiempo de colarse en el aro. Marco frunció el ceño. Aquel tipo de melena desordenada acababa de estropearle el momento.
— ¡Hey, tú!— señaló al chico con la cabeza cuando comprobó que no tenía intención de devolverle el balón—. Pásala.
El otro observó a Marco, divertido, y aunque las sombras que proyectaban los focos le ensombrecían la cara, el rubio fue testigo de cómo una sonrisa ladina se dibujaba en el rostro del muchacho.