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Quinn no hizo el menor caso al persistente timbre del teléfono, aunque una vez más se preguntó por qué narices no se levantaba a apagar el maldito aparato, sencillamente. Detuvo su trabajo y se quedó mirando fijamente las palabras que acababa de escribir, mientras tamborileaba con los dedos sobre el teclado sin darse cuenta. Un momento después sonó el móvil. Echó un vistazo a la pantalla para ver quién era y lo cerró de golpe.

—¡Por Dios, Ingrid, intento trabajar! —murmuró.

Sin embargo, ya había perdido la concentración. Se echó hacia atrás en su asiento, cruzando los brazos tras la nuca, antes de quitarse las gafas y frotarse los ojos lentamente.

Llevaba trabajando desde las siete de la mañana, descansando tan sólo una vez para volver a llenar la taza de café. Estaba en racha, y había aprendido a aprovechar esos momentos; se había pasado demasiados días allí sentada, luchando por plasmar sus pensamientos con la coherencia necesaria para formar frases.

Se puso en pie, tiró sobre la mesa las gafas de esbelta montura y tomó el móvil. Mientras abría la nevera fue marcando el número de Ingrid.

—Soy yo.

Olisqueó el zumo de naranja. Hacía cuatro días que había caducado, pero llenó el vaso de todas formas.

—¿Dónde demonios estabas? —quiso saber Ingrid.

—Aquí, trabajando. Tal como me dijiste hace dos días, tengo «una fecha de entrega que cumplir» —dijo Quinn, imitando su tono.

—¡Llevo horas llamándote!

—Lo sé. No he querido descolgar.

El zumo de naranja estaba agrio. Lo tiró y miró hacia la cafetera.

—Un tipo ha estado intentando localizarte. Dijo que era por una emergencia familiar.

Quinn se detuvo, volviendo a dejar la cafetera sobre el calentador eléctrico sin mirarla siquiera. —¿Familiar? ¿De qué familia?

—Supuse que la tuya, pero ni siquiera sabía que tuvieses familia.

—No la tengo —murmuró Quinn.

Se irritó consigo misma al notar cómo se apoderaba de ella el nerviosismo, cómo comenzaba a circular la adrenalina, acelerando los latidos de su corazón. Respiró hondo.

—¿Cómo se llamaba ese hombre?

Aguardó mientras escuchaba a su agente revolviendo entre los papeles del escritorio. —John Lawrence.

Quinn se apoyó en la encimera mientras los ojos se le cerraban de golpe.

¡Papi!

Estoy aquí, cariño.

Quinn se quedó en el umbral de la puerta del despacho de su padre, mirando fijamente al desconocido que estaba sentada en uno de los grandes sillones de cuero, justo enfrente de su papá.—¿Dónde te has dejado dos zapatos, jovencita?

Quinn se miró los sucios y descalzos pies, y sonrió. —He estado jugando afuera, papi.

Ya puedes lavarte bien antes de que regrese tu madre, o tendremos que oírla —le advirtió él.

Vale. Pero antes, ¿puedo ir con la bici hasta la ciudad? Todavía es temprano. Quiero ir a casa de Rach.

Está bien, pero ten cuidado.

Quinn volvió a mirar hacia el desconocido.

¿Quién es?

Es mi nuevo abogado, Quinn. Te presento al señor Lawrence.

Shadows of the pastDonde viven las historias. Descúbrelo ahora