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—Me gusta tu casa —dijo Quinn, acercando su silla a la de Rachel para sentarse con ella en la terraza trasera—. ¿Hace mucho que la tienes?

—Este verano hará dos años. Después de... bueno, después de lo de Finn estuve de alquiler. Mamá quería que me fuese a vivir con ella, pero yo necesitaba un hogar propio. La tienda iba bien, y pude ahorrar lo suficiente.

Tomó un sorbo del dulce té que Quinn le había preparado y continuó: —Nunca se lo he dicho a nadie, pero he pensado muy en serio si irme del pueblo y comenzar de nuevo, ¿sabes? Claro que toda mi familia está aquí. Me sentiría perdida.

—¿Y adonde irías?

—Había pensado en Columbus. Pero ¿qué iba a hacer allí? La tienda va bien, y no tenía mucho sentido venderla.

—¿Recuerdas cuando trepábamos por el gran roble que hay en casa de tus padres? Hablábamos de lo que haríamos cuando nos fuésemos del pueblo. ¡Teníamos grandes planes!

—Es cierto. Y tú lo conseguiste; te las has arreglado estupendamente tú sola. ¡Me sentía tan orgullosa cuando iba al cine y veía allí tu nombre...! Me hacía sentir feliz, y triste a la vez.

—¿Triste?

—Sí, porque ya no formabas parte de mi vida, y porque no pudimos despedirnos siquiera.

—No habrás llorado por mí, ¿eh, Rachel? —preguntó Quinn en voz baja.

—No sé si fue por ti o por mí misma, pero sí.

—Yo... ¡estaba tan asustada al bajar de aquel autobús en Columbus...! Dispuse de casi cuatro horas para pensar en todo, pero seguía sin tener ni la menor idea de lo que hacer. Una parte de mí deseaba volver a casa y suplicarles que me dejasen quedarme allí. Pero mi parte más testaruda no lo habría permitido.

Quinn estiró las piernas, disfrutando de la frescura de la noche. Recorrió con la mirada el pequeño patio trasero de Rachel, comprobando distraídamente que tal vez no había heredado las habilidades culinarias de su madre, pero sí su buena mano para la jardinería.

—¿Y qué hiciste?

—Me fui a un motel barato. Creo que el encargado pensó que me había fugado de casa.
Me extrañó que no llamase a la policía. No tenía más que cien dólares, y sabía que eso no me iba a llevar muy lejos. Pasé aquella primera noche sola, hambrienta y asustada. Puse la tele, y estaban dando un documental sobre una actriz de Hollywood. Ni siquiera recuerdo quién era, pero estaba contando que había llegado a Los Angeles sin un céntimo, y que había trabajado de camarera mientras intentaba conseguir algún papel. Así que pensé: qué demonios, yo también puedo hacerlo —concluyó encogiéndose de hombros.

—¿En Columbus?

—No. Pensé que, si de verdad iba a largarme de allí, lo mejor era ir a por todas. Así que compré un billete de autobús hasta Phoenix. Gasté en él todo mi dinero, excepto veinte dólares para comida. Al llegar a Phoenix hice autoestop hasta Los Angeles. Tardé tres días más en llegar.

—¡Oh, Quinn, podría haberte pasado cualquier cosa! ¡Podrían haberte...!

—Lo sé. Pero en ese momento ni lo pensé. Además, la suerte estaba de mi parte: el último que me recogió tenía un restaurante, y me dio trabajo al momento.

—¿Dónde vivías?

—Me quedé durante un tiempo en el refugio del Ejército de Salvación, pero era algo siniestro. Al final, una de las chicas del restaurante me dejó una cama.

Quinn enrojeció. Aquella había sido su primera experiencia sexual. ¡Dios, había sido horrorosa! La chica ni siquiera le gustaba demasiado.

—¿Qué ocurre?

Shadows of the pastDonde viven las historias. Descúbrelo ahora