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Quinn estaba ante el espejo, alisándose la falda a la altura de las caderas. Odiaba los trajes sastre y la incomodidad de embutirse en la prisión de las medias, la falda, la chaqueta y los condenados zapatos de tacón.

Sin embargo, no pudo evitar sonreír. Estaba guapa. Ingrid apenas podría reconocerla.

Intentó mover los dedos de los pies: odiaba aquellas estrechuras. Unas horas antes había tenido un arrebato de rebeldía, y pensó si llevar pantalones y que murmurasen lo que quisieran; sin embargo, si su madre no iba a estar allí para verla no merecía la pena, de modo que había acabado por enfundarse el bien planchado traje, medias incluidas, e incluso se había maquillado un poco.

—Si esto hubiese sucedido un par de meses atrás, me habrían visto con el pelo cortado al rape —murmuró para sí.

De joven había sido muy rubia, pero con los años su tono había oscurecido bastante.

Recordaba bien la primera vez que se lo rapó. ¡Menudo show! Había comenzado a hacer deporte, y la larga cabellera era un estorbo. Le pidió a su madre que la llevase a la peluquería para cortarlo, pero ella se negó en redondo, murmurando algo sobre la posibilidad de hacerse animadora. De modo que Quinn convenció a Rachel para que se lo cortase. Cuando la señora Berry vio aquel desastre intentó remediarlo en lo posible, mientras proclamaba que la señora Fabray la despellejaría si se enteraba. Al final resultó que fue Quinn a quien acabó despellejando.

Ahora llevaba el pelo más largo, aunque no mucho, cortado a capas. Lo cepilló hacia atrás y se miró en el espejo. ¿Y ahora qué? ¿Iría a ver a su madre? Quinn compuso una mueca de fastidio: la idea no la tentaba ni lo más mínimo.

El espejo le mostró su portátil, que descansaba sobre la cama. Ni siquiera lo había abierto. Estaba segura de que Ingrid le habría escrito varios correos electrónicos para recordarle la fecha de entrega. Le había pedido que no la llamase excepto en caso de urgencia, y hasta entonces su agente había cumplido su palabra. Esa noche pensaba echar un vistazo a su correo, y tal vez incluso trabajaría un poco. Todavía no había decidido cuánto tiempo iba a quedarse, aunque el señor Lawrence le había pedido que esperase una semana para poder ocuparse de lo del testamento, como él decía. Otra cosa más que tampoco la tentaba en absoluto. No deseaba enfrentarse a su tío Walter por algo así.

Volvió a la realidad al escuchar una discreta llamada en la puerta de su cuarto. Fue hacia ella y la abrió: Mary, recién duchada y envuelta en su albornoz, se quedó inmóvil, mirándola con los ojos muy abiertos.

—¿Qué ocurre?

—Vaya, vaya: estás preciosa, Quinn.

Ella se ruborizó ligeramente, pero consiguió encogerse de hombros con desenvoltura mientras contestaba: —Gracias.

—John quería asegurarse de que supieses que puedes ir hasta allí con nosotros. Y también sentarte a nuestro lado en la iglesia, por supuesto. Estoy segura de que tu tío Walter y su familia se adueñarán de los primeros bancos.

—Bueno, es el único hermano de mi padre.

—Nadie nos ha llamado, por cierto. Tal vez ni saben que estás en el pueblo.

Quinn alzó la cabeza. —Pues están a punto de saberlo. He decidido ir primero al hospital, para acabar con esto de una vez —añadió con un nuevo encogimiento de hombros.

—¿Estás segura?

—Sí. No te preocupes —añadió con una sonrisa—, tan sólo quiero que sepa que he venido.

—¿Y también que asistirás al funeral y ella no?

—Sí, algo así.

Quinn fue hacia su maletín y metió en él el móvil y la cartera. —Dudo que me quede mucho tiempo —añadió mientras cerraba de golpe el maletín y recogía las llaves.

Shadows of the pastDonde viven las historias. Descúbrelo ahora