10

1K 80 1
                                    

La carretera que conducía al río estaba tal y como Quinn la recordaba: llena de baches.

El Lexus las salvaba con facilidad, y pudo llegar hasta el final. Se detuvieron en un camino lateral que moría paralelo al río.

—Está exactamente igual —dijo Quinn—, sólo que con más basura.

—Sí, hay más basura. Pero no creo que los chicos del instituto vengan por aquí tanto como veníamos nosotros por ese entonces.

—Pues no saben lo que se pierden.

En lugar de cerveza decidieron tomar vino, pues ambas estaban de acuerdo en que habían crecido lo suficiente para refinar su elección de bebidas en sus escapadas al río. Quinn cogió la botella y el sacacorchos que habían comprado, y Rachel llevó la manta que había arrojado al asiento trasero cuando pasaron por su casa para que se cambiase de ropa. Ambas sonreían al bajar por el mismo camino que habían tomado cientos de veces en el pasado. Tal como había dicho Quinn, apenas había cambiado. El bosque llegaba justo hasta el borde del río, donde encontraron un lugar para tenderse, bajo uno de los enormes pinos. Rachel extendió la manta y ambas se sentaron con las piernas cruzadas, de cara al agua.

—Escucha... ¡qué paz! —susurró Quinn.

El río fluía silenciosamente, cruzando el bosque; por encima de sus cabezas cantaban los cardenales.

—¿Lo echas de menos, este sosiego?

—Sí. Aunque la verdad es que no vivo en la ciudad. Me compré un apartamento en Monterrey, así que mi sosiego es escuchar el océano.

—Debe de ser precioso.

Quinn sonrió. —Algunos días es precioso, otros hay demasiada niebla. Pero el sonido siempre es el mismo. Cuando has vivido junto al océano, durmiéndote con el sonido de las olas que rompen en la orilla, descubres que no hay nada más reconfortante que eso. Es un sonido continuo, incesante —murmuró Quinn—. El día que ese sonido se detenga será el fin del mundo.

Rachel observó cómo Quinn descorchaba el vino al tiempo que hablaba; sus susurros resonaban en el bosque. Después lo sirvió en copas de plástico que habían escamoteado en la licorería. Rachel recibió la suya y sonrió antes de beber un sorbo.

Un momento después, Quinn le dio unas palmaditas en la pierna.

—Ahora estamos solas, ya no hay interrupciones. Es hora de que me cuentes una de esas «largas historias» que has dejado pendientes.

—Veo que sigues tan impaciente como siempre.

—¿Por qué ya no vas a la iglesia?

—¿Y por qué no vas tú? —contraatacó Rachel.

Quinn echó la cabeza hacia atrás, mirando hacia la copa de los pinos y al cielo azul sobre ellos.

—Veamos: ¿qué tal si te digo que es porque mi madre me llevó al hermano Garner para que me curase de mi enfermedad, a base de rezar para que el diablo saliese de mi interior? Oh, fue muy divertido aquello, te lo aseguro. ¿O si te hablo del hecho de que estoy destinada a pasarme la eternidad ardiendo en el infierno, para expiar el pecado de amar a las mujeres en lugar de a los hombres? ¡O tal vez sea simplemente porque temo que me parta un rayo! — concluyó Quinn, mirando a Rachel directamente a los ojos.

—Está bien, tú ganas.

—Cuéntamelo, Rachel.

Sus miradas se cruzaron, avellana sobre chocolates, y Rachel notó que se aliviaba el peso que sentía en el alma. Llevaba tanto tiempo guardándoselo dentro, sin contárselo a nadie... Con su hermana y su madre apenas había llegado a rozar la superficie de todo aquello. Había insistido siempre en que estaba bien, en que no pasaba nada. Pero los limpios ojos avellanas que recordaba estaban ante ella, escrutando su alma como siempre habían sabido hacer, descubriendo cosas que nadie más había podido nunca distinguir.

Shadows of the pastDonde viven las historias. Descúbrelo ahora