De nuevo vacaciones. Para mí los meses de verano eran un castigo. Significaba volver a una casa donde vivían dos extraños a los que no hacía mucho llamaba papá y mamá.
Todo se rompió el día que mi hermano murió.
Éramos mellizos y estábamos increíblemente unidos, nos contábamos todos nuestros secretos y siempre que uno de los dos intentaba escaparse sin permiso de mis padres nos cubríamos las espaldas. Él me protegía de todo lo que no creía conveniente para mí, o al menos lo intentaba.
Pero se fue, con tan sólo veintidós años. Teníamos toda una vida por delante, pero aquel accidente de tráfico destruyó todo lo que amaba.
Mi padre se pasaba el día en la oficina, se podría decir que se refugió en el trabajo, solo le importaba eso, el negocio familiar. En ocasiones hacía esfuerzos por comportarse como un padre y aunque no lo reconocería en voz alta, se lo agradecía.
Sin embargo, mi madre no me volvió, literalmente, a dirigir la palabra. Se encerró en su estudio de pintura, al que no quería que nadie entrara. Antes del accidente, mi hermano y yo pasábamos horas allí dentro con ella pintando, pero se convirtió en un lugar prohibido. Sólo salía de él para comer, a veces ni para eso. Se preparaba algo rápido y se volvía a encerrar.
Llegué a pensar muchas cosas. A veces creía que me culpaba de la muerte de mi hermano, en otras ocasiones pensaba que hubiese preferido mi muerte a la de Raúl. Esos pensamientos llegaron a provocarme pesadillas, pero con el paso del tiempo aprendí a vivir con ello.
Simplemente asimilé que había perdido a mi familia. Intenté por todos los medios acercarme a ella, pero no me lo permitía. Llegó al extremo de no pronunciar palabra cuando yo estaba delante. Me daba miedo olvidar su voz como ya prácticamente había olvidado la de mi hermano.
Solo una palabra y el modo de pronunciarla me hacía recordar: enana. Siempre me llamaba así, teníamos la misma edad, pero yo era diez centímetros más baja que él. Sabía que me molestaba que se metiera con mi estatura, pero igualmente lo hacía para molestarme.
Unos meses después de su muerte y comprobar que no podía hacer nada por cambiar la situación, decidí mudarme a un piso de alquiler. Si hubiese sido por mí me hubiera quedado en mi piso al que sí consideraba mi casa, pero mi padre me obligaba a pasar las vacaciones con ellos y él era quien pagaba, no podía negarme. Al principio me sentía bien haciendo que gastaran su dinero en mis estudios y todo lo que necesitara, pero aquella sensación duró lo mismo que mi rabia. Cuando la rabia se transformó en pena quise romper los lazos económicos que eran los únicos que me unían a ellos, pero sólo conseguía trabajos con salarios denunciables que me daban para pagar lo más básico. Intentaba consolarme pensando que al menos si quería darme algún capricho no tenía que pedir dinero a nadie.
Llegué, delante de mí estaba aquella casa que mi padre construyó con el sudor de su frente.
Comenzó siendo un joven apasionado de la restauración que trabajaba noche y día en un pequeño taller por doscientos euros al mes y acabó teniendo su propia empresa. No era la más importante del país, pero tenía su clientela.
Él quería que siguiera sus pasos, pero lo mío no era la decoración ni la restauración, sino la historia. Aunque cuando comencé a repetir cursos me planteé dejarlo. Se me ocurrió mencionarle la idea a mi padre y lo que hizo fue amenazarme con quitarme todo su apoyo económico, y por supuesto atribuyó mi repentina desgana por mi carrera a mis nuevas amistades a los que denominaba: macarras sin oficio.
Sorprendentemente mi padre estaba en la entrada esperándome, incluso se ofreció a llevarme las maletas, pero me negué.
–Te he comprado un coche. Está en el garaje. Acéptalo, no me gusta que vayas a todas partes en autobús.
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Jugando con la ley
RomanceMi hermano murió. Desde ese día me dediqué a sobrevivir a una vida teñida de gris. Uno de esos fríos días, a altas horas de la madrugada, fui detenida por un policía y gracias a ello, por unos instantes recordé lo que era el orgullo. Como si la vida...