Capítulo 11. 1ª parte: Mayday mayday Houston tenemos un problema

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Había encargado un gran ramo de rosas blancas para ir a colocarlas a la tumba de mi hermano. Hacía mucho tiempo que no iba a visitarle, para mí ir allí y mirar su tumba, con su foto en la que sonreía ampliamente se me hacía demasiado duro, pero a la vez sentía que estaba con él, que podía conversar y aunque no obtuviera respuesta, me estaba escuchando.

Cuando llegué a la floristería, el ramo ya estaba más que listo, era precioso, había quedado mejor de lo que me imaginaba. Me gustó tanto que dejé propina a la señora que me atendió.

Sabía que no servía de nada, pero era lo mínimo que podía hacer por él, que su tumba se viera bonita.

Aparqué el coche en uno de los aparcamientos cerca de la puerta del cementerio, aquel lugar me ponía los pelos de punta. Antes de bajarme inspiré con fuerza, siempre me había costado atravesar esas puertas.

Bajé del coche y de la parte trasera saqué el ramo. Vi como una mujer sujetaba a una señora de edad bastante avanzada que llevaba un ramo de flores, sus sollozos eran perfectamente audibles. Mi estómago se encogió ante aquello.

En entrada del cementerio había un largo jardín con arbustos muy bien cuidados, justo en medio del jardín había una cruz de mármol blanca, en ella había tallada una frase con letra pequeña muy fina: Que Dios nos acompañe en el viaje de la vida y la muerte.

En la parte izquierda se encontraban los muros de nichos, y en la derecha había unos cuantos panteones, construidos en la época de la guerra civil.

Seguí subiendo y subiendo hasta llegar a la fila donde se encontraba mi hermano. El día que lo enterramos, aquella parte estaba casi vacía, la pared de enfrente estaba a medio construir. Pasados dos años, habían tenido que construir otras diez paredes más.

Me di cuenta que justo debajo de mi hermano, estaba enterrada una niña de cuatro años, murió el 28 de abril, apenas unos días después de mi hermano. En la foto que cubría gran parte de la lápida aparecía la niña muy sonriente metida en la cuna con un oso de peluche.

Finalmente alcé la cabeza y vi la tumba de mi hermano, tenía un ramo puesto que aún no se había marchitado, supuse que sería de mi padre o de mi madre. No quise cambiarlo por respeto.

En la misma línea de mi hermano vi una lápida cubierta de polvo y sin flores de una mujer de 80 años, era obvio que los familiares llevaban tiempo sin ir por allí, dejé mi ramo a aquella señora y regresé junto a la lápida de Raúl.

La miré fijamente y pasé la mano por ella, la respiración se me aceleró e inevitablemente mis ojos comenzaron a escocer.

–No te puedes llegar a imaginar la falta que me haces–las lágrimas comenzaron a resbalar, pero no las limpié, era el único sitio donde no tenía que fingir ser fuerte.

Lo que más me dolió, fue no haber tenido unos segundos para despedirme de él, para decirle cuanto le quería y que jamás le olvidaría. Las últimas palabras que le dije fueron: En la fuente te espero, no te vayas sin mí. Pero se fue, y lo hizo para siempre.

Sentía que podría estar allí durante horas, mirándolo, sintiéndome acompañada por él, no deseaba estar en otro lugar que no fuera allí. Nadie se podía imaginar cuanto lo extrañaba, las noches que pasaba en vela, llorando en mi cama, mientras los recuerdos me desgarraban como cuchillos recién afilados.

Una mano se posó en mi hombro sobresaltándome. Me limpié las lágrimas al ver quién era. Mi padre traía en la mano un ramo de flores bastante parecido al mío, quizás fuera porque ambos éramos amantes de las rosas.

Jugando con la leyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora