Capítulo 18. 1ª parte: Sopa y lágrimas.

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Me pasé toda la noche en vela, no deseaba dormir y tampoco me sentía capaz de hacerlo. Mi móvil comenzó a sonar a más de las dos de la madrugada, no paró hasta que definitivamente decidí apagarlo, no quería hablar con nadie ni explicarle nada a nadie, no me sentía preparada.

Las primeras llamadas volvían a ser de mi padre. El maldito teléfono no se había roto. Más tarde, a las suyas se sumaron las de mis amigas. Me imaginé que mi padre intentó localizarme a través de ellas, lo que no sabía era como había conseguido sus números, quizás ellas no tenían nada que ver con mi padre y me necesitaban para otro asunto. Lo sentía mucho, pero en esos momentos no estaba disponible para absolutamente nadie, ni siquiera para mí misma.

Después del medio día decidí que era momento de volver a la casa, antes de que mi padre moviera cielo y tierra para encontrarme. En medio del camino, no pude evitar comenzar a llorar de nuevo. Los recuerdos eran demasiado fuertes como para lograr aplacarlos, no conseguía hacerlos a un lado por más de cinco minutos seguidos.

Llegué a la casa, unos segundos después de abrir la puerta, escuché unos pasos acercarse muy rápidamente, era mi padre, lo vi suspirar aliviado cuando comprobó que era yo.

De verdad que hubiese querido disimular, pero mis ojos hinchados de tanto llorar, mis ojeras por no pegar ojo, en general mi horrible aspecto me delató.

–Alex ¿Qué te ha pasado? ¿Dónde te habías metido? ¿Cómo me haces esto? –No pude soportarlo más y me derrumbé, caí al suelo y comencé a llorar de nuevo. Mi padre se acercó rápido hacía mí y me abrazó.

–Hija ¿Qué te pasa? –en su voz podía ver la desesperación, intentó levantarme, pero mi cuerpo no tenía fuerzas para mantenerse en pie. –Alex por favor–volvió a intentarlo, pero no lo consiguió.

–Papá déjame–dije con un hilo de voz.

No volvió a intentar levantarme, pero se quedó conmigo sentado en el suelo abrazándome, sin preguntar más que me pasaba, simplemente dejándome desahogarme en sus brazos.

Cuando por fin conseguí levantarme del suelo con su ayuda, vi en las escaleras a mi madre mirándonos fijamente, no sabía cuánto tiempo llevaría allí pero tampoco me importaba.

Sin hacer caso a las llamadas de mi padre, subí las escaleras, pasando al lado de mi madre lo más rápido que pude. Realmente no sabía qué hacer, ya estaba cansada de llorar y llorar y lo peor era que sabía perfectamente que me quedaban muchas lágrimas por derramar.

Al verme en el espejo del pasillo, cuando iba camino de mi cuarto, decidí darme un buen baño, tenía un aspecto que sobrepasaba lo horrible.

Cuando entré al baño y me apoyé contra la puerta, todo lo que llevaba en las manos se cayó al suelo. De nuevo sentía esa opresión en el pecho, esa necesidad de llorar como si no hubiese un mañana, me sentía terriblemente mal.

No podía pensar en otra cosa que no fuera él. Me preguntaba si habría sufrido, si todo había sucedido en un momento. Me odiaba por no evitar que fuera a esa misión, habría pensado que estaba loca, pero al menos estaría vivo, allí conmigo, abrazándome, haciéndome sentir protegida, disfrutando de su compañía.

Con el paso de los días él se había convertido en lo único necesario en mí vida para ser feliz, verle sonreír me hacía feliz, su sonrisa era adictiva, había logrado convertirse en el centro de mi mundo para más tarde destruirlo.

Mentira, él no había destruido nada, habían sido esos asesinos. Jamás pensé en mi vida que llegaría el día en el que me alegraría de la muerte de alguien, pero llegó.

Deseaba que el asesino que se encontraba en estado crítico muriera y que el otro fuera atrapado y sobre él cayera todo el peso de la ley. El mal de esos dos seres horribles no me devolvería a Daniel, pero en esos momentos no podía pensar con la cabeza, los sentimientos de mi corazón me dominaban, no podía sentir otra cosa que no fuera tristeza y rabia.

Jugando con la leyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora