Me pasé toda la noche dando vueltas en la cama, por más que intenté dormir no fui capaz. Serían las tres y algo de la madrugada cuando abrí el portátil y busqué por internet cual era el procedimiento de traslado a la cárcel.
En realidad, había varios, según el tipo de delincuente del que se tratase, pero ninguno parecía especialmente peligroso.
Llegó un punto, cuando ya eran las cinco de la mañana y seguía buscando y buscando, en el que me di cuenta de que lo único que estaba haciendo era intentando encontrar algún caso de traslado de asesinos peligrosos que hubiese salido mal, para así poder tener verdaderos motivos con los que justificar mi estado de nervios.
No quería reconocer que desde la muerte de mi hermano había desarrollado un problema de inseguridad, no lo quería reconocer y tampoco lo haría. Estaba en mi completo derecho de preocuparme por el bienestar de mi pareja.
No quedarían más de dos horas para que comenzara a amanecer, el sueño me pudo y caí rendida con el ordenador encendido en mis piernas. Por suerte no solía moverme mucho y al despertar, no se había caído al suelo.
No tenía idea de que hacer, estaba segura de que iba a ser un día demasiado largo, por lo que deseaba que mi cabeza comenzara a hacer planes entretenidos que me hicieran la espera más amena.
Cuando bajaba por las escaleras, la persona que más se preocupaba por mí en esa casa, entraba por la puerta: mi madre.
Por la ropa que llevaba y los auriculares en sus oídos, me podía imaginar que había salido a correr.
No sabía que después de tanto tiempo seguía manteniendo su costumbre de salir a correr hiciera calor o frio. Alguna vez me atreví a intentar seguir su ritmo, pero no lo conseguí.
Solía correr siete kilómetros diarios. Debía reconocer que en ese sentido la admiraba y me hacía sentir mal.
Lo único que sí hacía, aunque normalmente en verano no, era abdominales cuatro veces a la semana para mantenerme en forma. Dependiendo del día y mi energía, combinaba los abdominales con flexiones, sentadillas y la odiada plancha, nunca había conseguido hacer una durante más de cuarenta y cinco segundos.
–He preparado tostadas de tomate, atún y queso, también hay napolitanas de chocolate y café–dijo mi padre asomándose por la puerta de la cocina. Me preguntaba cuanto rato me habría quedado parada en mitad de las escaleras metida en mi mundo.
En otra ocasión, ese suculento y generoso desayuno me habría despertado los cinco sentidos, pero en mi mente solo había sitio para la paranoia.
No quería que sospechara que algo andaba mal, por lo que decidí bajar a desayunar con normalidad, sabía que en el momento en que mi padre notara que algo no iba bien me sometería a un intensivo interrogatorio.
–La fiesta de ayer fue genial. Os lo agradezco, me hacía falta distraerme un poco.
– ¿Qué te pasa?
–Cosas de trabajo–me daba la impresión de que quería evadir el tema.
–Puedes contármelo–pareció dudar durante unos minutos, pero finalmente habló.
–Me he dado cuenta que todos los días hay un coche de policía aparcado cerca de la empresa. Suele cambiar de posición, pero siempre está ahí.
–Quizás yo también sea una paranoica, pero no parece una situación muy normal–no era precisamente de esas personas que pensaba que todo lo extraño que pasaba a mi alrededor eran simples casualidades. Tenía bastante imaginación, pero sabía diferenciar lo raro de lo creativo y aquello era raro. –Ayer estuve a punto de pedirle a Daniel si me podía dar información confidencial, pero en el último momento me dio vergüenza–no creía que Daniel supiese nada. Confiaba en que si en alguna ocasión tuviera información de que algo iba mal en el negocio de mi padre me lo comunicaría.
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Jugando con la ley
RomanceMi hermano murió. Desde ese día me dediqué a sobrevivir a una vida teñida de gris. Uno de esos fríos días, a altas horas de la madrugada, fui detenida por un policía y gracias a ello, por unos instantes recordé lo que era el orgullo. Como si la vida...