Me levanté más temprano de lo normal, cuando sabía que mis padres aún dormían. Mi plan era hacerle un suculento y delicioso desayuno a mi padre. Sabía que no debía atiborrarlo a azúcar, por lo que el día anterior me había acercado a la tienda para comprar todos los ingredientes sin azúcar.
Bajé a la cocina, tenía exactamente una hora y media antes de que sonara el despertador de mi padre para prepararle un café bien cargado como a él le gustaba, un par de tostadas de mantequilla con mermelada de fresa, su preferida y un gofre de chocolate.
Mientras se hacía el café y el pan se tostaba, me dirigí al cuarto de Raúl donde había guardado el regalo. Sabía que nadie lo encontraría allí, por lo que ni me molesté en esconderlo, simplemente lo dejé sobre la cama.
Me costó mis horas de vueltas y vueltas por el centro comercial hasta que lo encontré. En un escaparate se la vi puesta a un maniquí, una chaqueta de motero, totalmente de cuero, con un negro especial. Estaba totalmente convencida de que le encantaría, muchas veces había babeado por una así y gracias a mí por fin la tendría.
Durante la semana, Ross me llamó todas las noches. En una de ellas, me contó que ya tenía comprado el regalo para mi padre. Por más rato que estuve intentando sonsacarle de que se trataba, no hubo manera pero decía muy convencido que con ese regalo se ganaría para siempre a mi padre.
Por un momento temí que ambos le fuésemos a regalar lo mismo, pero al menos tuvo piedad y me dijo que no era una chaqueta.
Me moría de ganas por verlo, pensar que en unas cuantas horas estaría en la entrada de la casa hacía que diera saltitos de alegría y que acto seguido me sintiera ridícula. Eres ridícula y el pan se te va a quemar.
Mi cerebro hizo clic y me acordé de las tostadas, bajé corriendo las escaleras y entré en la cocina, se había chamuscado un poco, pero no era nada que no se quitara raspando un poco. El café ya estaba listo, lo dejé en la cafetera para que no se enfriara.
Eché la masa del gofre y mientras se iba haciendo, unté las tostadas con la mantequilla y la mermelada. Una vez acabé las metí en el microondas para que no se enfriaran demasiado. El gofre ya estaba casi listo. Olía tan bien que esperaba que el olor no llegara hasta la nariz de mi padre y se despertara.
Cuando vi el desayuno acabado y en la bandeja, tuve unos deseos horribles de comérmelo, debí prepararme algo antes de empezar a cocinar, mi estómago no paraba de gruñir enfadado.
–Tranquilo, luego te recompensaré–dije mirándome la barriga. No pareció conforme pues se quejó un poco más.
Cualquiera que me hubiese visto hablar con mi estómago hubiese pensado que estaba mal de la cabeza, pero bueno, allí no había nadie más, nadie se enteraría de mis pequeños delirios ocasionales.
Llevé la bandeja del desayuno hasta la segunda planta. Abrí con mucho cuidado la puerta del dormitorio para que no se despertaran. Cuando entré, dejé la bandeja con mucho cuidado encima de la cómoda.
Me era extraño estar en aquel cuarto con el desayuno listo, a punto de despertarle como lo hacíamos Raúl y yo cada cumpleaños, no solo a mi padre, también lo hacíamos con mi madre, aunque con ella éramos menos burros.
Me fijé en las fotos que había en la mesita de noche de mi padre, una era de él cuando era más joven, siempre fue un hombre muy guapo, se sabía conservar a pesar de lo que comía, otra de las fotos era de mi hermano y yo juntos cuando apenas teníamos cinco años y la última era de los cuatro en uno de nuestros tantos viajes familiares.
Respiré hondo intentando tranquilizarme, una tarea bastante complicada. Conté hasta tres y me lancé sobre él.
– ¡Feliz cumpleaños! –grité. Se pegó un buen susto cuando sintió mi cuerpo caer sobre el suyo. Miró a todos lados horrorizado hasta que se dio cuenta que había sido yo.
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Jugando con la ley
RomansaMi hermano murió. Desde ese día me dediqué a sobrevivir a una vida teñida de gris. Uno de esos fríos días, a altas horas de la madrugada, fui detenida por un policía y gracias a ello, por unos instantes recordé lo que era el orgullo. Como si la vida...