Capítulo 19. 1ª parte: Unos pantalones y un largo paseo.

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Tan solo faltaba una semana para que comenzara la universidad. Había pasado casi un mes desde la muerte de Daniel. Aún sentía una fuerte presión en el pecho cada vez que le recordaba, no había día en que los recuerdos no perturbaran mi tranquilidad, me acordaba de él al menos unas diez veces al cabo del día y no precisamente porque mis padres no hubiesen intentado mantenerme distraída el mayor tiempo posible.

Mi madre me invitaba todas las tardes a pintar con ella, al principio me negaba, pero insistía tanto que llegó el día en que me dio pena seguir diciéndole que no.

Por su parte, mi padre hizo algo que me molestó bastante, les contó a mis amigas la muerte de Daniel. Nada más enterarse, María y Tania se plantaron en mi casa para consolarme, las podía llegar a entender, comprendía que se preocuparan por mí y que intentaran distraerme, pero parecía que ni ellas ni mis padres querían entender que por más que inventaran mil cosas para mantenerme ocupada las veinticuatro horas del día, yo jamás olvidaría a Daniel. Él había sido mi primer amor, la primera persona que me había demostrado que con una mirada se podía decir te quiero, que él simple roce de su piel con mi piel me hacía viajar fuera de la realidad, lo más importante de todo, él me había cuidado, me había consolado, incluso soportado mis lágrimas cuando la memoria de mi hermano era atacada, Daniel me había hecho saber y ante todo sentir lo que era ser mujer, una mujer deseada. Me había mostrado un mundo de amor y ternura totalmente ajeno a mí.

Sabía que aún no estaba preparada, pero dos semanas después de su muerte fui a ver a sus padres. Gracias a un agente de la comisaría y a mi vaga memoria, logré llegar a su casa donde había estado una vez.

Solo quería visitar el lugar donde habían esparcido sus cenizas, tal y como él lo había deseado.

Fue en el mar, desde una gran roca. Allí estaba él, flotando en aquellas cristalinas aguas.

Mis padres insistieron mucho en acompañarme, pero me negué por completo, aquello era algo que quería y necesitaba hacer yo sola, en la más absoluta intimidad.

Después de visitar a sus padres y de que estos me proporcionaran la información que les había pedido, me pasé por una floristería que había allí cerca y compré muchas rosas, una por cada día que había pasado con él desde que le había conocido hasta que me lo arrebataron.

El asesino que había quedado tan malherido, finalmente murió una semana después de entrar en coma. No sentí nada al recibir la noticia, ni pena ni alegría. No sabía si sentirme mala persona por no mostrar ningún tipo de compasión ante la muerte de una persona. El otro asesino aún seguía libre, encontraron restos de su sangre muy cerca de la zona de la explosión, pero muy probablemente habría logrado sobrevivir de algún modo, pues su cuerpo no había aparecido por ningún lado y ningún hospital lo había atendido.

Esperaba que lo atraparan y pagara con la pena máxima todo el dolor que había provocado, no solo a mí, sino a todas esas familias a las que él les había amputado un miembro, o a todas esas mujeres a las que había dejado marcadas para el resto de sus vidas.

María y Tania no fueron las únicas que supieron de la nube negra que asolaba mi vida, mis demás amigos también supieron, obviamente por boca de ellas. Odiaba que todos sintieran lástima de mí. En vista de que no me dejaban tranquila en ningún lugar, todas las mañanas cogía las llaves del coche y me iba sigilosamente a cualquier sitio, no me importaba donde acabara, solo buscaba tranquilidad.

Al principio lograba escapar, pero pocos días después mis padres se dieron cuenta de lo que hacía y me escondieron las llaves de todos los coches de la casa. Fue entonces cuando me maldecía por haber rechazado la invitación de Álvaro de aprender a hacer un puente al coche.

No entendía porque me querían mantener encerrada y siempre acompañada. Era como si pensaran que, si me dejaban sola demasiado tiempo acabaría cometiendo una locura como atentar contra mi propia vida.

Nunca haría algo semejante, eso para mí era de cobardes, y yo podía ser muchas cosas, pero nunca cobarde.

–Dentro de unos pocos días comienza la universidad–dijo mi padre sentándose a mi lado. Estaba en el salón intentando encontrar alguna película, serie o programa decente en la televisión, pero no estaba teniendo suerte.

–Lo sé–me limité a decir. Cuando mi padre comenzaba conversaciones de aquel modo, era porque quería algo y probablemente ese algo no me iba a gustar.

– ¿Te vas a ir?

–No puedo, me has escondido las llaves del coche–dije con fastidio.

–No me refiero a eso. Quiero decir que si vas a vivir en ese piso de alquiler–pronunció "ese piso de alquiler" como si se estuviera refiriendo a un estercolero.

–Por supuesto–respondí tajantemente. Sabía por dónde iba. Primero comenzaría suave y después intentaría por todos los medios hacerme cambiar de opinión.

– ¿No prefieres quedarte en casa?

–Por Dios, no–quizás fui demasiado sincera, pero no pude evitarlo. Lo que menos quería en el mundo era seguir agobiada por mis padres. Me había resignado a estar encerrada porque sabía que en menos de una semana me iría y volvería a ser libre.

–Pero...–comenzó, pero no le dejé acabar. Debía reconocer que desde la muerte de Daniel, mi paciencia con la humanidad se había vuelto muy reducida. El tiempo que no estaba triste, lo pasaba enfadada queriendo matar a alguien. Sabía que en muchas ocasiones había hecho sentir mal con mis palabras a mis seres queridos, pero no me llegaba a sentir mal por ello. Les había repetido hasta la saciedad que me dejaran mi espacio, que necesitaba estar sola, pero ellos me habían ignorado por completo, pues entonces deberían atenerse a las consecuencias de sus actos.

–Mira papá, estoy harta de vuestros agobios, necesito volver a sentirme independiente, no como una maldita cría de catorce años a la que sus padres tienen metida en una burbuja de cristal, nunca fui así y no voy a comenzar ahora. Tengo la edad suficiente como para afrontar mis problemas yo sola.

–No pretendemos agobiarte.

–Pues es exactamente lo que hacéis, a pesar de que os he repetido miles y miles de veces que no lo hagáis–dije levantando el tono de voz, estaba comenzando a alterarme. Era mejor que la conversación finalizara en ese punto a que llegara el momento en que no pudiera controlar toda la rabia que tenía acumulada y explotara contra él.

–Alejandra.

– ¡No papá! ¿Con qué derecho le contaste mis cosas a mis amigas? Eran las únicas personas con la que pensaba que me podría distraer sin ver en ellas sus miradas de pena o intentando consolarme en todo momento y por tu culpa no puedo. Hacen exactamente lo que tú y mamá y no solo ellas, ¡todos mis amigos! No existe ahora mismo ninguna persona conocida la cual no me mire como si yo fuera un cachorro abandonado.

–Lo siento–la rabia fluía por mis venas. Aquello no era lo único que tenía guardado, pero no quise seguir y me levanté del sofá en dirección a mi cuarto.

Cuando subía por las escaleras, pude ver a mi madre, por su posición estaba segura que había escuchado toda la discusión, pero no me miraba reprobatoriamente, parecía entenderme.

Mi teléfono comenzó a sonar, era un número privado.

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