Llevaba varias horas en la cama. Hacía rato que me había despertado por culpa de los rayos de sol que se colaban por las rejillas de la persiana de mi habitación.
Estaba sumergida en mis pensamientos. Principalmente pensaba en la conversación que había tenido con mi padre. Había conseguido crearme dudas y sentimientos encontrados.
Mis tripas rugieron y dejé de pensar en mis padres para pensar en comida. Con el segundo crujido fui totalmente consciente del hambre voraz que tenía. Ni siquiera me vestí, bajé en pijama a la cocina en busca de algo rico que llevarme a la boca.
Mi padre estaba haciendo las labores de cocinero y por el olor, podía asegurar que no lo estaba haciendo nada mal.
Mis tripas volvieron a rugir de un modo exagerado. Hasta el vecino las podría haber escuchado.
Una mañana más, la primera comida del día era cosa de dos personas y una presencia de pelo castaño y metro setenta de altura que leía el periódico como si nadie más estuviera en la habitación.
Me senté y mi padre me sirvió un plato con cuatro tortitas, debía imaginar que tenía muchísima hambre. Busqué el sirope de chocolate por toda la mesa, estaba al lado de mi madre. No me iba a molestar en pedírselo pues ya sabía que me ignoraría.
–Papá ¿Puedes pedirle al fantasma de la navidad pasada que me pasé el sirope de chocolate? –mi padre se quedó estático unos segundos antes de ser él quien me pasara el sirope. Me miró reprobatoriamente pero lejos de sentirme mal, le sonreí. Le daría a mi madre todo el tiempo que necesitara, pero eso no significaba que no le diera a probar un poco del desprecio que ella, a su modo, usaba conmigo.
Cuando probé el primer bocado me sentí en el cielo, aquello era como un orgasmo. Mi padre se reía ante mi cara de placer
–Parece que tenías hambre.
–Un poco–dije con la boca llena. Se me escurrió un poco de sirope por la boca, mi padre puso cara de asco y yo un poco avergonzada me tapé mientras buscaba una servilleta con la que limpiarme.
Cuando terminé de desayunar fregué mi plato y subí a mi habitación para vestirme y adecentarme un poco.
Me aburría demasiado, quizás debía buscarme un hobby para las vacaciones, como construir maquetas, leer, ver películas y hacer críticas sobre ellas...
Siempre me había llamado la atención la escritura. Cuando tenía quince años comencé a escribir un libro, pero al poco tiempo por falta de inspiración y paciencia acabé abandonando el proyecto, pero me seguía interesando.
Nunca me había propuesto volver a intentarlo porque pensaba que no me saldría nada bueno, pero quizás con los años, había adquirido madurez y paciencia como para desarrollar una buena historia o al menos algo aceptable.
Otra cosa que me llamaba mucho la atención era la cocina, al igual que a mi padre me gustaba cocinar, y no se me daba demasiado mal. Al menos en todo el tiempo que llevaba viviendo fuera no me había intoxicado con ninguna comida que hubiese preparado. En realidad, en una ocasión les provoqué gastroenteritis a mis amigos por una paella que preparé, pero en mi defensa diré que no fue culpa mía. No me di cuenta de que la carne que usé llevaba mucho tiempo en el frigorífico y estaba en mal estado. Después de aquello me costó mucho que volvieran a aceptar una invitación a comer.
Después de estar más de 2 horas delante del ordenador, había conseguido escribir cinco páginas del primer capítulo de mi libro. No estaba muy convencida, pero no importaba, con el tiempo lo perfeccionaría.
Me quedé tan absorta en la escritura que no me di cuenta de la rapidez con la que pasaban las horas. Mi padre tuvo que venir a avisarme a mi cuarto de que el almuerzo llevaba unos minutos servido.
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Jugando con la ley
RomanceMi hermano murió. Desde ese día me dediqué a sobrevivir a una vida teñida de gris. Uno de esos fríos días, a altas horas de la madrugada, fui detenida por un policía y gracias a ello, por unos instantes recordé lo que era el orgullo. Como si la vida...