PRÓLOGO

1.2K 138 70
                                    

Diecinueve años antes.

Ella presiente que corren peligro, así que, sin pensarlo dos veces, agarra su celular, le da un golpe para que funcione y marca.

—911. ¿Cuál es su emergencia?

Las luces de una camioneta oscura iluminan su casa.

—Alguien quiere hacerme daño. Por favor, ayúdenme.

—Trate de calmarse. ¿Cuál es la dirección de su casa?

Serena le da la dirección.

El operador vuelve hablar.

—Una patrulla está yendo en este momento. Tal vez tarde un momento por la tormenta. ¿Alguien más se encuentra con usted?

—Mi hijo. Es recién nacido —contesta con la voz temblorosa.

—¿Puedes buscar un lugar en donde ponerte a buen recaudo?

Se asoma por la ventana rota para ver el vehículo. La puerta del conductor se abre.

—Ya está aquí —susurra.

Ella da unos pasos hacia atrás por instinto. Agarra un lápiz y papel y escribe algo. Dobla la hoja en dos y la guarda en su bolsillo. Por si algo sale mal, piensa. Luego vuelve a mirar. Una figura alta se baja. Sus zapatos se pegan en el lodo mientras avanza hacia la casa. Serena siente que el estómago se le aprieta y que las manos le tiemblan. El miedo repta por el suelo hasta que le llega al pecho cuando ve lo que el hombre tiene en la mano. Una pistola.

Escucha que la operadora le habla en la línea, sin embargo, no le pone atención. Corre a la parte posterior de su casa. La lluvia la empapa en cuestión de segundos, pero hace todo para que su bebé siga seco. Aparta una madera y sale. Emprende una huida por las oscuras calles sin volver la mirada, alumbrada solo por los rayos que asustan a su hijo. Calles más arriba, la camioneta aparece. Serena se para en seco y se esconde detrás de unos arbustos, protegida por un árbol frondoso. Su hijo sigue llorando y temblando por el frío.

—Por favor, mi amor... silencio —susurra.

Un rayo ilumina el espacio y ve el vehículo estacionado a menos de diez metros. La figura baja otra vez. Tiene una linterna con la que apunta en la oscuridad. Si su hijo sigue llorando, pronto los encontrarán y será el fin.

Le acaricia el rostro y le canta la nana con la que siempre lo hace dormir. Mientras canta, cierra los ojos e imagina que están en un lugar diferente, luego ve una luz extraña que rompe con la oscuridad. Al abrir los ojos, nota que es de día. El sol suelta rayos dorados que le caen en las piernas y se las seca. Frunce el ceño, no entiende qué es lo que pasa. No hay peligro, no hay noche. Su pequeño hijo también siente la magia. Sonríe y se le hacen hoyuelos en las mejillas. Del árbol, una bandada de mariposas doradas vuela lentamente y desciende hasta donde están. Los rodean. Serena mira con atención a los insectos, mientras posan sus patitas alambradas en sus dedos y en la nariz de su pequeño. Hay un brillo dorado que emanan de sus alas.

Ella sigue cantando.

Cuando termina, un rayo parte con la magia y las mariposas desaparecen en un santiamén.

La luz de la linterna sigue apuntando por doquier. La figura regresa a la camioneta y se marcha.

Serena corre hasta las calles de la ciudad. La carretera es una línea sin fin que se difumina en una cortina blanquecina de lluvia. La estación de policía está a más de quince minutos, y sus piernas lastimadas y cansadas ya no dan para más. Piensa un poco. Avanza hasta la otra opción. A lo lejos aparecen las luces de la camioneta.

Llega hasta una puerta de madera pulida de tres metros de alto, cercada con una verja de metal plateada. Lee mentalmente las letras, de las cuales escurren gotas.

EL REFUGIO DE DIOS.

Toca la puerta dos veces. Tres. Cuatro. Nada.

Grita tan fuerte para que su voz esté por encima de la lluvia y los rayos; es inútil. La puerta no se inmuta.

El vehículo de su atacante está cada vez más cerca.

No le queda otra opción que dejar a su hijo ahí. Saca el papel de su bolsillo y lo coloca en el regazo del pequeño que sigue llorando. Mientras lo hace, una de sus lágrimas se confunde con las gotas que tiene en la cara. Le acaricia el rostro y lo dibuja con la yema de los dedos para nunca olvidarlo.

—Mamá volverá. Te lo prometo —dice con poca seguridad, pues sabe que todas las probabilidades de volver son casi nulas. Sus lágrimas queman. Nunca había llorado de esa forma, incluso cuando él le dijo que no la amaba—. Te amo, mi pequeño Tanner.

Antes de salir, rompe en dos una de las mantas. Una mitad la deja con su hijo y la otra se la lleva para simular que aún lo tiene en sus brazos.

La camioneta la sigue. Ella huye por la carretera vacía cerca al bosque. Los rayos proyectan su sombra escuálida en el pavimento. Resbala en uno de los charcos y se dobla el tobillo. Su grito la delata. Las luces le alumbran la cara. La carretera es angosta y en un solo sentido. A la derecha hay una pared alta que cubre casi la calle entera y al otro extremo un abismo donde no se distingue nada.

Trata de ponerse de pie, pero vuelve a caer. El motor del vehículo ruge con más fuerza. Ella se pone de pie a duras penas y se da cuenta de que no puede avanzar ni un solo paso. Sabe lo que le espera. Reza mentalmente y pide por la vida su hijo.

Las llantas del vehículo giran bruscamente, ella grita y el capó le golpea las caderas lanzándola hacia el barranco.

El hombre detiene la camioneta, baja y camina hasta el borde del abismo. Apunta con la linterna y no distingue más. Espera unos minutos y al ver que no pasa nada, se gira y marca su celular. Alguien contesta al otro lado de la línea.

—Dime.

—El trabajo ya está hecho —dice.

—El trabajo ya está hecho —dice

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Un ángel duerme conmigo ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora